A raíz de la Reunión de Gobiernos y Expertos sobre Envejecimiento en países de América del Sur, que con el auspicio de la Cepal se lleva a cabo en la ciudad de Buenos Aires, considero oportuno hacer algunas apreciaciones sobre el ser viejo en el siglo XXI.
Por Leopoldo Salvarezza
Para LA NACION
Lunes 14 de noviembre de 2005
El siglo XX nos ha enfrentado con una paradoja inquietante con respecto a la vejez. Desde los comienzos de la humanidad, los hombres han intentado por todos los medios prolongar la vida, aunque con la secreta esperanza de que no se alargara un tiempo lleno de achaques, sino que fuera una juventud eterna. La búsqueda de la Piedra Filosofal y de la Fuente de Juvencia son dos de los ejemplos típicos de la construcción social de mitos sobre temas angustiantes, tratando de restarles dramaticidad. Claro que ninguna de estas búsquedas ha dado resultado desde la perspectiva mítica, pero el siglo XX es el que más cerca llegó en la realidad: la expectativa de vida al nacer aumentó, en promedio, del 41% a principios de siglo, al 71% a fines del mismo. Pero este formidable aumento de la vida no prolongó la juventud como se buscaba, aunque sí ha producido, en vastos sectores de la sociedad, una vejez más saludable, más comprometida con su vida y sus circunstancias y más dispuesta a disfrutar de las posibilidades de las que disponga.
Mientras esto ocurría, la sociedad, los Estados, los políticos y hasta los científicos, en lugar de celebrar este avance como un hecho consumado, irreversible y jubiloso lo han transformado en un problema: el "problema" de las sociedades envejecidas y el "problema" de tener que dar solución a la demanda de un sector de la población que se expande con más rapidez que los otros y, en cierto sentido –y ésta es la paradoja– se ha culpabilizado a los mismos viejos de este malestar, lo que se traduce en una conducta social denominada "viejismo".
A partir de esta mirada social, volverse viejo en el mundo moderno está caracterizado por una mayor cantidad (incremento en la expectativa de vida) y una menor calidad (devaluación social y discriminación) lo cual configura una pérdida del status de los viejos dentro de la familia, se reduce su lugar dentro de ella y sus deseos y necesidades son tomadas en cuenta cada vez menos.
Un complejo dispositivo psicológico lleva a que se invierta la relación entre los integrantes de la familia, y la queja pasará entonces a manifestarse en el cuerpo en forma de enfermedad. Esto es favorecido a partir de la aceptación y de la identificación de todos los integrantes con el prejuicio de que viejo es igual a enfermo. Este prejuicio hace que muchas veces se confundan los signos propios del envejecimiento con trastornos patológicos físicos o mentales, lo que puede llevar a que se confunda normalidad con enfermedad. Quiero insistir, esto no sólo le ocurre a la familia sino también a los propios viejos, que utilizan su cuerpo como vocero de la demanda.
Este juego complejo encierra una trama peligrosa, que está dada por la puesta en juego de intereses inescrupulosos por parte de otros actores sociales y que es preciso poder identificar para poder actuar sobre ellos. La sociedad occidental actual está poseída por una especie de fiebre consumista que tiene aspectos positivos y negativos. Entre estos últimos está la utilización desaprensiva de la creación de la demanda para satisfacer la colocación de los productos.
Esto es especialmente peligroso y preocupante en lo que se refiere a las industrias relacionadas con la salud como son la industria farmacéutica, las medicinas prepagas y los intereses de poderosas corporaciones de médicos, abogados y aseguradores. Todos estos se sustentan en la necesidad de tener una sociedad enferma que demande atención y servicios. Si la sociedad estuviera sana, ninguno de estos grupos prosperaría como lo hace actualmente.
Todo esto se consigue utilizando la profesión más respetada a lo largo de la historia: la medicina, la cual avanza implacablemente sobre todos los aspectos de la cotidianidad, llevando a lo que se llama la biomedicalización de la vida, es decir, a la conceptualización de los aspectos de la vida diaria a través del paradigma médico.
Una vez que se consigue despejar lo que es salud de enfermedad se estará en condiciones de dedicarse a la protección y/o al cuidado de aquellos viejos dentro de la familia que sí los necesitan, y en estos casos hay que saber que estos cuidados no son inocuos para los cuidadores. Hacerse cargo de los problemas, a veces graves, que presentan los progenitores o los cónyuges suele acarrear serios trastornos entre los que tienen que ejercerlos. Para poder hacerlo se necesita, por parte de los cuidadores, fuerza, entereza y mucha salud mental, cosas que no siempre se consiguen fácilmente pero, sobre todo, se precisa información, aprendizaje y apoyo externo. Esto último es fundamental para prevenir que se agreguen complicaciones a las que de por sí ya existirán.
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