Dra. Graciela Zarebski
Como nos sucede a casi todos los psicólogos que trabajamos con viejos, comencé a incursionar en este campo profesional ¨por casualidad¨: el lugar laboral vacante que otros rechazaban. El encomillado indica que lo casual del hecho no alcanzaría a explicar por qué nosotros sí lo aceptamos... y continuamos.
Que algunos rechacen ¨meterse¨ con los viejos y otros lo acepten se sostendría, por supuesto, en determinantes inconscientes, tanto para unos como para otros, relativos a la vejez, más allá de condicionamientos socio-culturales. Pero hay algo que a mí me atrapó desde un comienzo y lo transmití ya en mi primer escrito relativo al tema (*): la vejez se presenta como un campo fértil a ser trabajado. Campo abandonado, no trillado, relegado, pero que por todos los poros – de nuestra piel, de nuestro entramado social, familiar – nos hace sentir su llamado. Me estoy refiriendo específicamente al campo de la problemática ¨ psi ¨ - desde una escucha psicoanalítica en este caso – de las cuestiones del envejecimiento.
En la investigación citada esbozaba lo que luego fue confirmado en mi pasaje por distintos ámbitos comunitarios de atención a la vejez – hogares geriátricos, hospitales, centros recreativos – tanto en la esfera oficial como privada: la ausencia de desarrollos teóricos y académicos de envergadura, la pobreza y la desarticulación interna en nuestra práctica, la falta de reconocimiento profesional.
Señalaba también diversos factores que condicionaban esta situación: desde la carencia de políticas sanitarias oficiales que avalen la tarea, pasando por la vigencia – aún hasta hoy en día – de leyes restrictivas del ejercicio de la Psicología, hasta la resistencia desde otros campos profesionales a hacerle un lugar.
A pesar de nuestra formación psicoanalítica, no solemos preguntarnos acerca de los motivos por los cuales se ve atravesada nuestra práctica por tantas dificultades desde el ¨ afuera ¨, pues suponemos la respuesta: se trataría de la reiteración en un campo nuevo de las mismas resistencias que desde sus orígenes suscitaron los desarrollos psicoanalíticos y, cual emblema identificatorio de ¨ la causa ¨, nos acostumbramos – a veces no sin cierto goce - a la incomprensión y al rechazo, replegándonos – entretenidos auto destructivamente en los avatares del ¨ narcisismo de las pequeñas diferencias ¨ - a nuestros ámbitos especulares de circulación de un discurso que, al cerrarse sobre sí mismo, concede el divorcio de su cuerpo teórico – clínico de las prácticas comunitarias, coartando así, al ceder su lugar ahí, el movimiento del deseo psicoanalítico tendiente a dar cuenta del malestar cultural como constitutivo de la condición de lo humano.
Sin embargo, acerca de los malestares culturales que se suscitan en torno a la cuestión de la vejez, es mucho lo que los psicoanalistas tendríamos para decir en los distintos ámbitos de la práctica. Desde los problemas jubilatorios a nivel social, hasta la ruptura del equilibrio familiar que desencadena el viejo enfermo; desde las vicisitudes de su sexualidad hasta la problemática del tiempo libre y el rescate de la actividad creativa. Pero donde quizás se haga más notable la incidencia del malestar, es en un nuevo fenómeno social que ha tomado auge en los últimos años: la proliferación de establecimientos de internación o ¨ residencias ¨ geriátricas. Estas instituciones, síntoma de un fracaso, revelan el carácter ilusorio de la pretendida armonía familiar, el alcance imposible del desarrollo pleno y armónico del hombre en la sociedad, de la plenitud bio – psico – social que constituye el ideal gerontológico.
Es la lectura psicoanalítica la que permite pensarlos como necesarios a la homeostasis social y a su vez como ámbitos en los cuales esa homeostasis vuelve a fracasar.
Múltiples son las demandas que los sostienen: una demanda social: la depositación del viejo, una demanda familiar: la des-carga, una demanda particular: la búsqueda de refugio, una demanda económica: en tanto inversión redituable, una demanda laboral: para el personal y los profesionales que en ellos trabajan.
¿Cómo pretender que, en la convergencia de tantas demandas, no surjan nuevas desarmonías? De familiares con viejos que no aceptan ser el punto de descarga (pero que por algo lo son), de familiares con propietarios de instituciones o con los profesionales o con el personal, porque la descarga no es tan exitosa, aparece fallida; del personal o los profesionales entre sí o con los propietarios o con los viejos, que remueven en ellos puntos de angustia con relación a la vejez.
Más allá de los intentos de evitar, de múltiples modos, su carácter de ¨ mal necesario ¨ o de disimularlo mediante avances tecnológicos o de confort, más allá de los recursos que preventivamente se implementen, se hace ineludible escuchar la convergencia disarmónica de esas múltiples demandas, lo que permitiría situar los puntos de goce que insisten más allá del equilibrio homeostático en que se pretenda sostenerlos.
Si desde el Psicoanálisis nos proponemos no eludir ese lugar, deberemos ser capaces de cuestionarnos acerca de nuestra propia implicancia en las dificultades que nos atraviesan y que nos impide dar cuenta de los desarrollos de nuestra práctica y de nuestras producciones teóricas.
Cuestionamiento que, al enfrentarnos a nuestros puntos ciegos – en lo personal y en lo teórico – nos retrotrae, en los orígenes del Psicoanálisis, a la cuestión de la vejez en Freud, su creador.
A partir de él, las corrientes post-freudianas que se abrieron al tema – kleinianos y psicoanalistas del yo – al sobredimensionar el registro imaginario del sujeto, dijeron más de lo que supieron acerca de la dimensión simbólica y menos de lo que supusieron acerca de la dimensión de lo real. Es así que sus aportes – a veces muy ricos descriptivamente – abundan en consideraciones acerca de fantasías y creencias, realidades sociales y condicionamientos biológicos, relativos al envejecimiento.
Consideraciones que, al pasar por alto la primacía del significante a nivel del entramado inconsciente, contribuyeron a lo que llamaría el ¨ achatamiento ¨ de la dimensión simbólica en la teoría... y en el viejo. Facilitaron así que se desdibuje el aporte psicoanalítico en su especificidad, al manejarse con conceptos que resultaban ser traducciones de aspectos sociológicos por un lado – tal el énfasis puesto en la disminución de la autoestima – y de factores biológicos por otro – tal el énfasis puesto en la supuesta ¨ regresión ¨ en la vejez.
Estos conceptos constituyen hoy el núcleo del saber popular acerca del tema y del bagaje teórico de todo profesional que trabaje con viejos, derivando además, inevitablemente, en las terapéuticas de apoyo, que tienen por efecto obturar la escucha del deseo en el viejo.
Para rescatarlo y para rescatar al Psicoanálisis de la neutralización ejercida, cabría reformular esos ejes teóricos desde la concepción de la constitución subjetiva del cuerpo y la cultura, aportando desde otro lugar al discurso médico psicogeriátrico y al saber gerontológico, a quienes aliviaríamos así de aquello que sobrepasa sus posibilidades de escucha y abordaje.
Sólo por el camino del reconocimiento de las diferencias y de las limitaciones, lo que es un campo de batalla entre disciplinas podrá ser transformado en un campo fértil de trabajo interdisciplinario alrededor de los agujeros del Saber.
*¨ Investigación Acerca del Desarrollo de la Psicogeriatría en Nuestro Medio ¨. Trabajo presentado en el VII º Congreso Argentino de Psicología. Córdoba, octubre de 1986.