Hoy estamos en la búsqueda de la inmortalidad personal. El único bien en
que todos podemos coincidir ahora es la salud. La vida, la salud y la
longevidad, todo esto es bueno.
León Kass CIENTIFICO
Clarín
07.11.2004
Nos hemos acostumbrado tanto a los beneficios de la medicina moderna que
nos hemos vuelto codiciosos. No vivimos con una mejor salud y
agradecidos porque no vamos a morir de polio o viruela. Ahora esperamos
que, si necesitamos un riñón pueda conseguirse. Y consideramos que todo
lo que se interponga en el camino de reemplazar nuestros órganos es de
hecho responsable de nuestra muerte.
Como era previsible, la satisfacción del deseo sólo ha llevado a la
inflación de los deseos.
Como se ha debilitado la creencia en que hay otra vida y se ha difundido
la idea de que ésta es la única que viviremos, el deseo de permanecer en
ella crece sin límites. Tememos más que nunca a la muerte y nos
aferramos desesperadamente a la vida. Las únicas cosas que estamos de
acuerdo en considerar buenas son una mejor salud, una vida más larga y
menos sufrimiento.
No es casual que sea esta primera generación verdaderamente consumista
la que se interesa por cosechar células germinales, aprovechando las
semillas de la generación venidera y asegurarse de que la actual no muera.
Pero la actitud de la sociedad consumista de nuestros días va a
contrapelo de toda la experiencia humana pasada, que invitaba al
sacrificio en el presente para beneficio de aquellos que vendrían
después de nosotros. Así ha sido el mundo hasta esta época.
La preocupación por el propio ser y la propia necesidad y satisfacción
inmediata es alentada por la democracia liberal, que, en lo político,
apunta a darles a las personas libres lo que quieren. En cierto modo,
esto está reñido con lograr una vida de realización. Es capaz de
destruir nuestra comunidad y nuestras instituciones.
Esta mentalidad consumista ahora se ve alimentada por una gigantesca
industria. El cuidado de la salud en este momento representa un tercio o
más del PBI estadounidense.
Por lo tanto, aun cuando quisiéramos obtener cierto grado de control
político sobre el destino al que nos lleva la tecnología, el consenso
mayoritario es: "Si cura las enfermedades, que venga. No se puede
detener el progreso. Galileo ya derrotó a la Iglesia en esto."
¿Nos dirigimos entonces a un mundo feliz?
El Mundo Feliz, tal como lo imaginó Aldous Huxley, fue un intento de
racionalizar la naturaleza humana hasta lo más profundo. Comienza con la
creación de incubadoras humanas, donde la vida surge no de la
procreación sino que está genéticamente programada.
Pero el Mundo Feliz también aspira a algún tipo de felicidad sintética
(felicidad entendida como la ausencia de infelicidad ayudada por
diversiones virtuales y sustituciones farmacológicas que proporcionan un
estado de ánimo de éxtasis). En el Mundo Feliz, se triunfa sobre la
enfermedad y la pobreza. Se previene la guerra. No hay pena ni
vergüenza. Pero lo que se obtiene a cambio son personas de forma humana
pero de humanidad disminuida, no hay amistad ni amor ni arte, ni
autonomía ni ciencia. La lógica para un Mundo Feliz ya está establecida.
Si vamos hacia allí en la práctica no lo sé.
Evidentemente, en los últimos 20 años, ha surgido la sospecha de que
podríamos estar a punto de violar algo profundamente apreciado sin
siquiera saberlo.
Por eso, hemos iniciado el esfuerzo por lograr algún control sobre la
biotecnología. Si tendremos éxito o no es aún una pregunta abierta. Sin
embargo no hemos logrado prohibir la clonación humana en los Estados
Unidos. Debería haber regulación y, en algunos casos, quizá basten los
límites autoimpuestos. Estas cosas deben ser analizadas por los
científicos, los que tienen sensibilidades religiosas y el público en
general. Es una tarea política.