Los que critican que exista gran diferencia de edad en una pareja cargan tantos prejuicios como faltas de información. El amor y la sexualidad cambian según los años, pero el deseo, por suerte, no muere nunca.
Leopoldo Salvarezza Profesor titular de Tercera Edad y Vejez, Facultad de Psicología (UBA)
Clarín
19.01.2005
Días pasados el mundo se hizo eco de una noticia que resultó impactante, a punto tal que uno de los buscadores de Internet registró, en un solo día, 5.130 entradas sobre el tema.
¿Cuál era? Que Arthur Miller, actualmente de 89 años, se casaría con Agnes Bartley, de 34, con quien, por otra parte, convive desde hace dos años. Cincuenta y cinco años de diferencia en cuestiones del amor parecen producir incomodidades, cuando no abierta desconfianza o rechazo.
Un conocido periodista local me entrevistó en su programa de radio y, a toda costa, quería que yo reafirmara su idea de que la atracción de las mujeres jóvenes hacia los viejos se debía solamente a cuestiones económicas, cosa que cuando yo era chico le escuchaba decir a mis abuelos y a mis tíos.
Me parece ésta una buena oportunidad para despejar algunas incógnitas, fuertemente arraigadas en el imaginario popular, sobre el amor, la sexualidad y la vejez y que, al mismo tiempo, despejar dudas nos permita la posibilidad de un mayor disfrute en nuestros años por venir.
En primer lugar, sabemos que las investigaciones gerontológicas actuales señalan que la edad a la cual se aplica el término viejo es totalmente arbitraria y sujeta a distintas interpretaciones y que sólo tiene un correlato verdadero como una sensación individual subjetiva. Por lo tanto, estos estudios establecen muy adecuadamente que la edad cronológica, como una variable independiente, no es un concepto utilizable ni en la investigación ni en la educación y que sólo sirve a los efectos de establecer referencias estadísticas.
Para enseñar, para proveer servicios, para delinear políticas públicas y para juzgar conductas privadas es conveniente utilizar, en su lugar, el concepto de curso vital como una totalidad que nos permita ver nuestras vidas como un proceso de cambio continuo desde la infancia hasta la vejez.
De esta manera, si pretendemos entender la noticia que estamos comentando centrándonos exclusivamente en los años que tiene Arthur Miller, o su pareja, o en la diferencia de edad que hay entre ellos, cometeríamos un grueso error de sobresimplificación y nos perderíamos entender las motivaciones que llevan a que dos personas, adultas y saludables, se sientan atraídas a los efectos de convivir juntos durante por lo menos dos años, como en este caso.
En segundo lugar, aparece el tema de cómo pueden ser las relaciones sexuales entre personas con tanta diferencia de edad, habida cuenta de que el imaginario popular considera a los viejos bien como asexuados, bien como viejos verdes, si expresan sus deseos.
En la vida humana hay conductas donde la obtención del placer depende exclusivamente del funcionamiento de los órganos genitales; a esto lo llamamos genitalidad. Pero hay otra serie de excitaciones, enraizadas en la infancia —por ejemplo, el tocar y ser tocado, el acariciar y ser acariciado, cierta forma de mirar y ser mirado, el buscar y ser buscado, la intimidad, la comprensión— que producen un placer que no puede reducirse a la simple satisfacción de una necesidad fisiológica primaria.
Estas formas eróticas pueden estar presentes o no en la actividad meramente genital. De esta forma, la genitalidad queda subsumida en el movimiento más abarcativo de la sexualidad de la cual sólo será un representante, pero no el único. Así definida, la sexualidad no tiene límite de edad para su exteriorización: desde el nacimiento hasta nuestra muerte siempre estará con nosotros. Podrán variar sus manifestaciones, pero sólo eso; podrá aumentar, disminuir, desplazarse, dando contenido a infinidad de conductas que, para un observador no advertido, podrían pasar desapercibidas o llevarlo a pensar que nada tienen que ver con ella.
Ya sea que se busque la descarga de tensión, o el placer con el otro, o una afirmación narcisista de sí mismo o todos estos fines al mismo tiempo, la dialéctica del deseo no se interrumpe nunca; sólo la represión, interna o cultural, la distorsiona de manera nefasta produciendo no sólo los graves trastornos que vemos diariamente en los viejos privados del deseo de desear, sino también nuestras absurdas creencias prejuiciosas sobre ellos.
Los individuos que soportan una disminución o desaparición de sus funciones genitales no por eso son asexuados y deberán realizar su sexualidad a pesar de estas limitaciones. Justamente, éste es el problema del viejo.
Por último, no sabemos si Arthur Miller tiene dinero, pero sí sabemos que tiene un enorme prestigio como hombre público que ha conseguido a través de su larga y exitosa carrera como dramaturgo, y que este prestigio tiene una decisiva importancia como atractivo sexual secundario para muchos sujetos.
Hay que agradecer a todos los Arthur Miller del mundo que nos dan el ejemplo de que a cualquier edad se puede amar y ser amado y a todas las Agnes Bartley por permitirse compartir este destino.