Desde tiempos remotos, los narradores orales han sido los encargados de transmitir historias pero también de revalorizar el poder de la palabra y de la imaginación. “Contar cuentos es un placer que salva de la muerte”, aseguran.
Por Luciana Ferrando
Especial para Clarín.com
16.02.2005
“Prestad atención a lo que voy a deciros” anunciaba el juglar en el momento en que tomaba la plaza por asalto para proclamar los hechos que traía en su memoria. Los chamanes se reunían en torno al fuego para relatar leyendas que hablaban de los dioses y del poder sagrado de la naturaleza. Para salvar su vida, Sherezade debía contarle al rey un cuento diferente cada noche, durante mil y una noches.
La necesidad de contar está directamente relacionada con el deseo humano de perpetuarse. Las historias han sobrevivido al paso de los siglos y con ellas, la figura del narrador oral: un transmisor del pasado y a la vez, un representante de su época. Por eso, aunque los cuentacuentos modernos se distinguen en sus formas y en sus técnicas de los antiguos comparten sin embargo la esencia de aquellos: el contar como sinónimo de viajar en el tiempo y el espacio, como una burla a la muerte.
“Contar es una manera de seducir, de llegar al otro. Pero sobre todo de salvarse, porque cuando uno pone las cosas en palabras exorciza los miedos”, afirma Claudio Ledesma, uno de los nueve narradores profesionales que integran el Círculo de Cuentacuentos. Se trata de un grupo de narradores, creado en el año 2000, que organiza actividades abiertas para otros grupos y para el público en general, con el fin, según Ledesma, de “jerarquizar el arte de contar cuentos”.
Ledesma explica que el género es relativamente nuevo en nuestro país –a nivel profesional comenzó a desarrollarse a mitad de la década del ’80- y que está en pleno crecimiento. “Antes los escritores tenían pruritos, pensaban ‘yo que busco tanto la palabra exacta, viene el narrador y me la cambia’. Pero después entendieron que también es una manera de difundir la literatura, de hecho hoy no hay presentación de libros en la que no haya un cuentacuentos”, dice. En Argentina las docentes fueron precursoras en el metier a partir de las técnicas para contar cuentos en las escuelas que propusieron Dora Echebarne y Marta Saloti en los años ’60. Para Ledesma ese origen podría aclarar por qué entre cien narradores hay solo diez de sexo masculino. “Yo soy un poco la excepción: hombre y joven”, bromea.
Ana Padovani es parte de esa mayoría de mujeres que tomó la posta de las maestras, y también uno de los máximos referentes locales en el mundo de la narración oral. A la hora de definir su pasión, la cuentacuentos confiesa que es difícil de resumir, pero que se trata de “lograr entrar en una burbuja, algo muy placentero y terapéutico, que aliviana la vida, que permite oxigenarse, levitar...”. Para Padovani el narrador “nace” tanto como “se hace”, pero la capacitación no deja de ser fundamental. “La base está en la verdad, en buscar dentro de uno y compartir con el otro”, dice, “pero hay que tener cuidado de no bastardear el género, de no creer que porque tiene poca producción y está al alcance de cualquiera es algo fácil.
Detrás hay un trabajo y debe haber seriedad, honestidad e investigación”.
“Hay gente que abre la boca y cautiva sin haber pasado jamás por un taller, pero la oralidad es un arte que se debe perfeccionar”, coincide Vivi García, miembro del Círculo de Cuentacuentos. Esta discípula de Padovani recalca algunas de las características que hacen del contar, un lenguaje con código propio: la mirada, la comunicación gestual, la readaptación de la lectura, el decir coloquial y las imágenes que crea el narrador y que el oyente le devuelve a través de las más diversas reacciones forman parte de la lista.
“La palabra dicha es efímera”, afirma García, “un cuento puede durar cinco minutos. Pero durante ése tiempo estuvimos todos navegando en las mismas aguas, se genera un ida y vuelta”. Ledesma acota que la comunicación reside en ese proceso. “Uno establece imágenes y el otro las debe recrear. Así, si yo digo ‘había una vez un perro en una plaza’ y hay cincuenta personas escuchándome, van a haber cincuenta plazas y cincuenta perros distintos, pero la esencia será la misma”.
Según Ledesma los cuentos no se estudian de memoria, sino que “se saben” y por eso también el narrador es subjetivo. “Aún si conserva la idea del autor una historia contada por diferentes personas cambia su mensaje porque cada una de ellas le aporta inevitablemente sus propias vivencias y su propia carga emocional”.
Si se trata de enumerar los requisitos necesarios para que una narración “haga efecto” los entendidos no dudan en ubicar las preferencias personales en el primer puesto. “El cuento te tiene que atravesar para que puedas contarlo. Si uno lo disfruta, el oyente lo percibe y lo disfruta también”, asegura Ledesma.
Cuentos literarios o tradicionales, leyendas, anécdotas o fábulas, para los cuentacuentos todo es “contable”. “Todos tenemos algo por decir que merece ser festejado o simplemente perdonado”, asegura Ledesma citando a Eduardo Galeano. “Incluso existen los narradores espontáneos (nunca falta un abuelo o un tío en la familia que es así) que pueden hacer una historia de lo que desayunaron o de cualquier otra cosa”, agrega Ledesma. “Mientras que escribir es un oficio solitario, contar es un oficio solidario. Por eso, uno termina de escuchar un cuento, se va a su casa y sigue siendo asaltado por sus sensaciones. El cuento hace un trabajo interno, no termina donde el narrador termina de contarlo. El cuento sucede”, concluye.