¿La gente habla en un tono de voz demasiado bajo o me estoy quedando sordo? ¿Los sillones de los livings que suelen engalanar cada vez con más frecuencia restaurantes –o, mejor dicho, restobares– con música cada vez más estruendosa son muy bajitos o yo estoy tan acalambrado, gordo y poco elástico que no me puedo levantar con la rapidez de otrora? ¿La televisión es una tortura mayor de lo que supo ser o yo estoy totalmente antiguo y obsoleto y quedé atrapado en el túnel del tiempo?
Por Enrique Pinti
La Nación Revista
Domingo 6 de Mayo de 2007
¿Los olvidos y/o confusiones de nombres, fechas y lugares se deben a que "no eran tan importantes" o son un tímido aviso de probables fallas cerebrales? Preguntas peligrosas, con respuestas probablemente poco halagüeñas. Claro, podemos pedirles a los otros que levanten el volumen de su voz, que bajen el volumen de la música, que nos den una silla de altura normal, y podemos también apagar el televisor y tirarlo a la basura. Lo que en cambio no podemos es decirles a nuestras neuronas que funcionen como hace 30 años. De todos modos, siempre nos queda el recurso humorístico inteligente de reírnos de nosotros mismos antes de que los otros lo hagan a nuestras espaldas. Tratar de disimular la frecuencia cada vez más y más veloz de nuestra vejiga, que antes procesaba una cantidad importante de líquido y que ahora reacciona indignada por tres vasos de agua, es tan inútil como patético; lo mejor es asumirlo con gracia. Al intentar salir de un automóvil, se puede gritar: "¡Un guinche, por favor, que baja el fósil!". Si por miopía galopante pasás por delante de un amigo sin verlo, no digas estupideces increíbles tales como "estaba distraído" o "estás tan joven que no te conocí"; es mucho más simpático sincerarse: "Preparate porque pronto no sólo no te voy a conocer a vos, sino que voy a olvidarme de quién era yo". Estas frases autodepredatorias dispararán una catarata de apoyos morales traducidos en expresiones como: "Por favor, a todos nos pasa", "es el estrés en que se vive", "los días de humedad son fatales" o "bienvenido al club de los escleróticos".
Pero luego, solos en la madrugada, en la intimidad y preguntándonos por qué no dormimos ocho horas de corrido como cuando éramos jóvenes, nos visitarán los recuerdos del pasado y, si somos honestos, tendremos que aceptar que no todo fueron rosas en aquellas épocas pero que todavía, vivitos y coleando (no cambien la primera "o" por la "u", por favor), tenemos la oportunidad de enmendar errores, profundizar aciertos e intentar lo imposible. Y eso también es nuestra vida.
A Fausto no le fue demasiado bien al pretender la eterna juventud vendiendo su alma al diablo. Hay personas que han tenido una infancia espantosa, pobre y miserable, una juventud arruinada por guerra y hambre y que sólo han llegado a una cierta plenitud después de los cuarenta; otras han hecho el camino inverso y las hay quienes han tenido la dicha de pasar por su existencia gozando de cada minuto. Por eso la película es distinta en cada caso y de poco valen las sentencias y refranes generalizados.
El día a día es menos angustiante que el perpetuo balance del pasado. La vida pasa tan lenta como para aprovecharla y tan veloz como para no perdérsela. Los sentidos disminuyen su potencia, pero los sentimientos pueden ser cada vez más intensos y disfrutables. Lo que los hijos nos hicieron padecer lo compensarán nuestros nietos y la perdida juventud del cuerpo será reemplazada por la ternura infinita de la madurez. Y ahora, ¡que Dios me ayude a levantarme del sillón!
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El autor es actor y escritor
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LA NACION | 06.05.2007 | Página 00 | Revista