En el contexto de una muestra de arte en el Museo Sívori (Homenaje a la eterna mujer), Antonio Pujía, talentoso y reconocido escultor, modeló con arcilla la cabecita de Bianca, su nieta de diez años, quien posó concentrada. Asistir a esa experiencia vincular, creativa e intensa me inspiró a pensar en la riqueza potencial de la relación entre nietos y abuelos.
Por Susi Mauer
La Nación
Domingo 14 de noviembre de 2010
Antonio Pujía recrea a Bianca, su nieta quien posa, espía, pestañea. Este abuelo la mira, la penetra con un don que no se alcanza a comprender. La hunde y la rescata con pequeños movimientos exigidos en la arcilla. Intimidad compartida. Arte al desnudo. Vínculo que se da a ver.
Al cambiar de ángulo, surge otra perspectiva. Bianca se distrae con su propia imagen, se gira a sí misma, su abuelo complaciente busca precisar la expresión del rostro de Bianca. El vínculo con un nieto se modela "cual barro en la mano del alfarero", como Pujía con Bianca, y Bianca con su abuelo. En cada momento se plantea algo a ser descubierto, a ser retrabajado. Nada de lo que ven es definitivo. La arcilla permite eso: invita a volver a intentar, a ir acercándose a lo buscado por aproximaciones sucesivas. Y así sucede en el vínculo con los hijos de nuestros hijos: cada encuentro con un nieto abre a algo nuevo en un momento de la vida en el que ya no parecía quedar lugar para lo inédito. Se trata de una relación que los rehace a ambos: Bianca configura algún aspecto de ese abuelo abierto a seguir transfigurándose. Hace algo más de treinta años, escuché impactada a Ernesto Sábato explicar que él no podría imaginarse a sí mismo viviendo en un país como los Estados Unidos, donde el lugar de los abuelos es contingente, prescindible. Antonio, abuelo y artista, con enorme sensiblidad y modestia lo expresó así: "Imagino a Bianca viniendo a este lugar dentro de unos veinte años, con sus hijitos, a quienes seguramente les contará: aquí el Nono hizo, cuando yo tenía diez años, una escultura."
Legar a las nuevas generaciones lazos, un cierto sentimiento de continuidad y pertenencia, define, en gran medida, la tarea de los mayores. Esta transmisión encuentra en el vínculo abuelo-nieto un espacio que la aloja y la enriquece. En dicho vínculo habitan en parte la historia, las tradiciones, la memoria. Los nietos tienen hambre de historias caseras, escritas a mano, piden, preguntan, insisten con curiosidad. Pero no como una rememoración seca, resquebrajada, clavada en el pasado. Alimentar la relación con un nieto es como mojar la arcilla para que esté húmeda, siempre fresca, lista para darle forma, movimiento. No descuidar la arcilla, no dejarla secar.
Los nietos nos ofrecen la oportunidad de volver a vivir una experiencia afectiva cercana e intensa con la infancia. Se trata de una pasión que vitaliza y rejuvenece mientras nos marca, por otra parte, el inexorable paso del tiempo. Quienes ya lo hemos experimentado insistimos en dar cuenta de la magia de dicho amor y de los efectos saludables que produce el oficio de ser abuelo. En este sentido, todos somos escultores.
La autora es psicoanalista; autora, junto con Noemí May, del libro Desvelos de padres e hijos (Emecé)
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