Tiene 82 años y en pocos días actuará por primera vez en el Teatro Colón. En este diálogo con la Revista, uno de los más grandes mimos de todos los tiempos reflexiona sobre el arte y el hombre, y afirma que vivimos en un mundo de palabras vacías, con poco espacio para el alma
La Nación Revista
Domingo 27 de marzo de 2005
Un rostro pálido sobresale en la inmensa oscuridad de la sala. Sus manos y el movimiento de su cuerpo entero consiguen hacer visible lo invisible con el arte del silencio, ese "grito interior" capaz de desnudar al hombre. "Es que en el silencio el mimo descubre el arte de hacer vivir el pensamiento", reflexiona desde Venezuela Marcel Marceau, el hombre que define su rol en el escenario como el de "un filósofo que toma la esencia de la vida, síntesis de un cuerpo y un alma".
No es posible mirarlo a los ojos, pero su voz, del otro lado de la línea, deja adivinar la expresión de su cara ante cada pregunta y el juego de sus manos ante cada respuesta. "Dicen que no hay que hacer hablar a un mimo", se excusa con humor. Y lo dice porque, para sorpresa de muchos, Marcel Marceau no ahorra palabras al describir su mayor pasión, la misma que lo empuja hoy, a los 82 años, a seguir pintándose la cara y pararse frente a miles de espectadores de todo el mundo para ser una suerte de activista de los tiempos que le toca vivir y transmitir sus sentimientos acerca del mundo. "Soy un hombre que trabaja por la paz, que siempre ha luchado por el esclarecimiento del espíritu del mundo. Arriba del escenario siento que soy el sentimiento silencioso de toda una época."
Comprometido, y de una sensibilidad artística y humana comparable con la de su "gran inspirador", Charles Chaplin (ver aparte), Marceau está convencido de que el arte es la mejor parte del hombre. "A lo largo de mi carrera he actuado en lugares muy diferentes, con públicos muy distintos: lo he hecho en cárceles ante hombres que han perdido toda esperanza, pero siempre convencido de que muchas veces el crimen que se comete es producto de la miseria, de la condena que sufren algunos al acceder sólo a una educación deficiente y a una mirada limitada y pesimista del mundo. Si se enseñara a los niños el amor por el teatro, la danza, la música y la poesía, estoy seguro de que los hombres cambiarían. Y el mundo sería otro."
El arte como redención lo moviliza, lo conmueve, y no es casual que así sea, porque el joven Marceau encontró en la música, en el teatro y en el cine su salvación ante el horror de la Segunda Guerra Mundial, de la que fue testigo.
Durante la ocupación de Francia por los nazis, su padre fue capturado y nunca más supo de él. Para eludir a la Gestapo, transformó su apellido judío, Mangel, por el de Marceau, que luego adoptaría como artístico. Se unió a la Resistencia y desde la clandestinidad trabajó en la falsificación de documentos –ayudó a decenas de chicos judíos a cruzar la frontera hacia Suiza– y al finalizar la guerra sirvió a las fuerzas de ocupación en Alemania.
–Con el tiempo, esa intensa búsqueda de justicia y de paz la expresó a través del arte y de compromisos como el que asumió recientemente como embajador de buena voluntad de la ONU. ¿Usted cree que la cultura es un arma fuerte como instrumento político?
–No tengo dudas de que es así. Toda mi vida he luchado contra el horror de las guerras, de las injusticias, desde los escenarios del mundo. He rechazado contratos en países cuyos dirigentes no respetaban los derechos del hombre, como en la Argentina durante la dictadura militar. Mi compromiso siempre fue el mismo.
En cada pantomima, arte heredado de grandes maestros como Charles Dullin y Etienne Decroux, está presente su mirada hacia el pasado, el presente y el futuro de un mundo que, paradójicamente, le duele, le sonríe y lo esperanza. "Es importante vivir en el presente, pero nunca olvidar el pasado. Soy un hombre realista que en el escenario se transforma en un soñador."
Ese soñador es Bip, el personaje que Marceau creó cuando sólo tenía 23 años y que transformó en su alter ego, una especie de Don Quijote que se enfrenta a los molinos de la vida. Le pintó la cara de blanco, como el Pierrot de la Commedia dell’Arte, y le puso el corazón del vagabundo de Charles Chaplin. "Lo llamé Bip, nombre que adapté del héroe de Charles Dickens en Grandes esperanzas, porque yo era un joven que miraba hacia el futuro con esa esperanza, y estaba decidido a enfrentar todas las dificultades. Por eso Bip es un héroe sin edad, sin época, que se pasea con su galera deshecha y una flor roja maltratada."
–¿Cómo vive hoy Bip en un mundo en el que predomina el ruido y en el que parece que no hay momentos para disfrutar del silencio?
–Ni para detenernos a reflexionar. Es cierto, atravesamos una época en la que se habla mucho, se dicen palabras sin sentido y huecas que resuenan y que no nos dejan siquiera escucharnos. Pero están esos momentos, como en mis espectáculos, en los que utilizo el silencio para hablar del peso del alma, de los estados de ánimo, porque hay que saber en qué momento hablar y en qué momento callar: uno, a través del silencio, también habla y toma acción.
–En varias oportunidades ha dicho que disfruta de la soledad. Pero, sinceramente, ¿alguna vez estuvo solo?
–Debo confesar que no. Nunca me encuentro solo, porque cada personaje que compongo vive y me rodea. La soledad no es amarga para aquel que deja librados la imaginación, los recuerdos, los sueños, y yo tengo mucho de ellos. El silencio es infinito, no tiene límites. Los límites los pone la palabra.
Casado tres veces y padre de cuatro hijos ("Ninguno continuó con mi legado, pero se mantienen cerca del arte"), Marceau es un hombre que se muestra inquieto. Sus tiempos los reparte entre la docencia, la actuación, la pintura y la escritura de su autobiografía. "No sólo se trata de volcar recuerdos y anécdotas, sino de revivir el pasado, de rescatar en qué forma hemos vivido."
Nació en la ciudad alsaciana de Estrasburgo, Francia, el 22 de marzo de 1923, pero su infancia la pasó en Lille, donde su padre trabajaba como carnicero. Al terminar la Segunda Guerra Mundial comenzó a estudiar interpretación dramática (ver aparte). Fue de la mano de Etienne Decroux y Charles Dullin que descubrió este mundo que no conoce fronteras ni lenguas.
Su pasión lo llevó a formar en 1947 su propia compañía y presentar dramas mímicos de larga duración. En las décadas del 50 y del 60, la televisión llevó su obra a un público mucho más amplio. También trabajó en cine, en filmes de culto como Barbarella, de Roger Vadim, y la película silenciosa de Mel Brooks, en la que se permitió ser el único personaje con texto. Sólo dijo "¡No!" y quedó en la historia.
En 1978 fundó en París la escuela de mimodrama, la que aún hoy recibe a estudiantes de todo el planeta y que funciona también en Inglaterra, España, Italia y la República Checa.
–¿En sus aulas encontró discípulos?
–Tengo excelentes discípulos, como quien me acompaña en este viaje –la española Blanca del Barrio–. Ella ya ha comenzado a recorrer su camino, pero no como mi sucesora, sino como una amante de esta cultura, de este arte que tan bien conoce. Nadie me reemplazará porque todos somos únicos e irrepetibles.
–Usted es embajador de la tercera edad ante la ONU. ¿Cómo sobrelleva el paso del tiempo?
–No me considero parte de la tercera edad (risas); al contrario, yo soy un niño, y así me siento cuando actúo. Pero sé que soy un mortal; no me olvido de ello.
–¿Le teme a la muerte?
–No, ¿por qué debería temerle? Al contrario: quiero morir de pie, en un escenario. ¿Por qué no he de hacerlo? Si tantas veces he muerto en el escenario y me he levantado para saludar al público. Sé que algún día moriré, pero también sé que mi arte prevalecerá. ¿No es esto un milagro?
–¿Cree en Dios?
–Admiro el judaísmo, el budismo, todo lo que es religioso. Dios está en todas partes; en este sentido creo que soy un poco budista. El está en el cielo, en el mar, en todo lo que nos rodea y en cada uno de nosotros.
–Con el show que presentará en la Argentina, ¿se despedirá de los escenarios?
–¿Despedirme? No, no puedo hacerlo, si aún hay quienes disfrutan de mi arte.
–¿Qué es lo que nunca pudo expresar como mimo?
–La mentira, porque para mentir sólo se necesita la palabra. Y estoy agradecido de que así sea.
–Por las noches, ¿aún disfruta del aleteo de las palomas, como en su infancia?
–Es un placer íntimo que se lo debo a mi padre. El fue el que apoyó mis primeras inquietudes artísticas. También le apasionaba el teatro. Era un hombre poético y su hobbie era la cría de palomas; por eso, las noches estaban repletas de aleteos. Los mismos que vienen a mi encuentro cada vez que se esconde el sol.
Por Fabiana Scherer
Para saber más
www.marceau.org
wwww.culturevulture.net/Theater/MarcelMarceau.html
En la Argentina
Marceau vino por primera vez al país en 1951. Desde aquella época, el mimo mantiene una estrecha relación con el público local, que sólo interrumpió durante la dictadura milita para volver recién en 1987, con el gobierno de Raúl Alfonsín. "Nunca voy a olvidar la ovación extraordinaria que recibí en aquella presentación. Confieso que aquel reconocimiento lo tengo muy presente, como una demostración de cariño. El «oh, oh, oh, oh, oh, Mar-cel-Mar-ceau» es imposible de olvidar."Su cariño por la Argentina es indiscutible, por lo que ha pisado nuestras pampas en varias ocasiones; la última fue en 2000, y ahora lo hará con Lo mejor de Marcel Marceau, el 4 y 5 de abril próximo, en Buenos Aires, y el viernes 8, en Córdoba. No será una presentación como cualquier otra: lo hará en el marco de su gira de despedida mundial. Para la ocasión, el mimo que en 1991 fue declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires se presentará en el Teatro Colón y en el Gran Rex. "Estoy muy emocionado: sé lo que significa para los argentinos el Teatro Colón y es un honor inmenso ofrecer mi espectáculo allí. Sé que de esta manera reconocen mi arte. Sinceramente, les estoy muy agradecido." El espectáculo que presentará consta de dos partes. En la primera ofrecerá un repaso por la pantomima de estilo, donde el público se podrá reencontrar con obras tales como El pajarero, Las manos y Adolescencia, madurez, vejez y muerte. Para el final, Marceau se reservará los cuadros que protagoniza Bip, donde la ingenua mirada de su alter ego se enfrentará con los molinos de la vida.
"Charles Chaplin y yo"
"Recuerdo que tenía cinco o seis años cuando mi mamá me llevó al cine a ver las películas de Charles Chaplin. Fue tan fuerte la emoción que ese vagabundo despertó en mí que rápidamente comprendí su sensibilidad. Imitarlo era un placer. Cada vez que lo hacía me transformaba en una especie de mini-Chaplin que divertía a quienes me veían. Puedo asegurar que no se trataba de una caricatura. Lo juro. El fue mi primer maestro, el que me empujó a la actuación. Su espíritu está presente en Bip, el personaje que creé a los 23 años. El tiempo quiso que Chaplin y yo nos encontráramos. Fue en 1967, en el aeropuerto de Orly. Yo viajaba a Roma a filmar Barbarella; él volvía a Suiza junto a su mujer y sus dos hijos más pequeños. Al verlo, una gran timidez se adueñó de todo mi ser. Me acerqué y nos miramos. El me reconoció e hizo que sus hijos me saludaran. Hablamos, compartimos anécdotas, le confesé mi profunda admiración y hasta me animé a imitarlo. El sonrió. Al despedirnos, le besé la mano, decidido a expresarle mi gratitud. Ambos teníamos lágrimas en los ojos. Sin palabras, en silencio, nos dijimos adiós."
Se dice de mi
* "El hombre tiene las manos más expresivas desde Miguel Angel" (The Indianapolis Star).
* "En tiempos en que dos generaciones de mimos más jóvenes se rebelaron contra su clasicismo, Marceau se mantiene como un modelo" (Anna Kisselgoff, The New York Times)
* "Marcel Marceau es un milagro. Un verdadero triunfo" (Octavio Roca, San Francisco Chronicle)
Su gurú en el arte
El maestro de Marcel Marceau se llamó Etienne Decroux (1898-1991), y se lo considera el padre del mimo moderno. Alguna vez, el matutino Sunday Times se refirió a él como "uno de los grandes iluminadores del mundo teatral". Y, ciertamente, tenían razón. Porque trabajó a la par de los más grandes de su tiempo en Francia, como Charles Dullin, Louis Jouvet, Gaston Baty, Jacques Prévert y Antonin Artaud. Le dio autonomía de vuelo al arte de la pantomima, con un lenguaje y un repertorio propios además de toda una filosofía, y lo llamó "mimo corporal dramático". Decroux tuvo una extensa carrera, que dividió entre la creación y la docencia. Fue maestro de cientos de estudiantes, algunos de ellos tan célebres y relevantes para la historia del teatro como Jean-Louis Barrault, el brillante director Giorgio Strehler y el mismísimo Marceau, y su influencia se extendió aun al territorio de la danza moderna. Trabajó en Nueva York durante cinco años, en el prestigioso semillero del Actor’s Studio. Su última actuación en público fue en el Carnegie Hall, en 1963.
Para sintetizar su credo solía decir: "El genio se desvanece. La gente se muere. El arte es lo único eterno".
Alejandra Herren
http://www.lanacion.com.ar/689654