Llegó muy joven a Castelli, trabajó duro y logró comprar una chacra; desde allí fue testigo fiel de los cambios del lugar
La Nación
Sábado 2 de abril de 2005
A lo largo de ciento dos años pueden pasar muchas cosas, pero difícilmente una misma persona pueda ser testigo de tan extenso período temporal. Eduardo Piaggio es uno de esos pocos elegidos a los que el destino les ha deparado transitar casi de punta a punta por dos siglos, asistiendo a los acontecimientos más bruscos y dinámicos del mundo.
Nació un 23 de marzo de 1903 en San Vicente, cuando ese partido del Gran Buenos Aires no había sido alcanzado por la oleada de pobladores que urbanizaron sus tierras. En uno de los tantos pequeños campos de la zona empezó a trabajar como peón tambero a los trece años.
"Si sabré del frío, las lluvias y el barro. Una madrugada me levanté después de una noche de temporal y encontré el techo del corral sobre unos árboles. El viento lo había arrancado enterito en la noche de lluvia", recuerda.
Con el tiempo, los doce hermanos Piaggio fueron buscando su destino, y Eduardo, casi por casualidad, eligió Castelli, aprovechando la posibilidad que le ofrecía un amigo. "El señor Colombati puso en la laguna de la estancia El Arazá un criadero de nutrias, y ahí vine a trabajar como en el año treinta y tres y ya me quedé por acá. Toda la estancia tenía 26.000 hectáreas y había otros dos puestos de cuatro mil cada uno", recuerda con precisión. Y agrega: "El campo era de los Martínez de Hoz, que eran tres hermanos. Uno fue gobernador de la provincia y lo destituyeron no sé por qué cosas. Después se volvió a la estancia y murió al poco tiempo. Era un buen hombre", comenta, en alusión al político conservador que fue destituido en los años treinta luego de un juicio político.
Testigo del cambio
Desde entonces, su vida transcurrió a pocos kilómetros de un pueblo, que, al igual que él mismo, cambiaba su fisonomía a medida que pasaban los años. "Cuando yo llegué, esas calles del centro eran todas de tierra y había unos almacenes grandes en los que se conseguía de todo. Yo venía con los otros peones a comprar lo que hiciera falta y después nos volvíamos enseguida al campo. Había unas pocas cuadras pobladas, después eran terrenos baldíos y quintas."
De los oficios rurales los más rudos no le fueron ajenos: alambrar, esquilar y cortar leña. "Hice de todo, de todo", repite. Con bastante sacrificio logró el sueño de la tierra propia. "Compré un campito cerca de la ruta 41, que va a General Belgrano. Tiene que bajar ahí donde hay una escuelita y después doblar a la derecha y ahí lo encuentra", indica, mientras señala hacia el Oeste con una de sus grandes manos, delatoras de una corpulencia de casi 100 kilos en sus años de juventud.
A medida que llegaban los adelantos y una perezosa modernidad cambiaba el jahuel por el molino, el sulky por el Ford A y el candil por el sol de noche, Eduardo los adoptaba con la cautela del que no se acostumbra y guarda lo viejo "por las dudas".
Ya establecido, junto con su esposa, Nélida Irusta, comenzaron a llegar los seis hijos: Lía, María, Nilda, Jacinto, Alberto e Inés. Y en esa chacra del paraje La Corina pasaron los primeros años.
Sentado en un sillón de su casa, en Castelli, atiende amablemente a sus amistades y a todo aquel "que se haga un rato" para escuchar las historias que fue recogiendo a lo largo de sus 102 años.
En medio de sus recuerdos, menciona que nunca fumó, pero que sí le gustaba tomar alguna que otra copita de vino. "Además, cuando trabajábamos corría mucho la ginebra y la caña, que se pasaban en botella o porrón de mano en mano." Aunque todavía se anima con el hacha para cortar leña, se lamenta porque ya no puede montar a caballo.
Hace dos años perdió a su esposa, que tenía 86 años, y soportó esa prueba del destino con serenidad. "Gracias, compañera, por estar tanto años a mi lado", cuentan que murmuró cuando le dio el último adiós.
"Cuando quiera volver, yo estoy siempre allá -dice, señalando en dirección al campo-. Va ser un gusto recibirlo. Y para todo lo que esté a mi alcance, ya sabe, cuente conmigo."
Por Horacio Ortiz
Para LA NACION
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