En una conferencia dada hace pocos días para la filial argentina de Zonta -una ONG internacional dedicada a la solidaridad- el eminente médico Jorge Galperín, que hablaba sobre el estrés y sus consecuencias, hizo un alto en el desarrollo del discurso y subrayó: "El estrés verdaderamente peligroso es el crónico. Me duele decir que la causa más frecuente de estrés crónico es la pobreza. Por eso, los pobres se enferman más y viven menos que el promedio". Era un enfoque del problema de la pobreza con el que no estoy familiarizado y cuya dimensión volvió a esbozar en esos mismos días monseñor Casaretto al lanzar la colecta de Cáritas con la mirada puesta en "47 por ciento de pobres y 20 por ciento de excluidos".
Por Daniel Larriqueta
Para LA NACION
Miércoles 7 de Julio de 2004
En nuestra Argentina de hoy la pobreza ya no es un asunto social, sino una cuestión de Estado. La mitad del país no pobre no será capaz de sostener, en el largo plazo, ni los equilibrios sociales ni los económicos ni los políticos con semejante contrapeso. El tamaño actual de la pobreza y la bruma de desesperanza que cubre el horizonte de los pobres compromete tres principios básicos de la nacionalidad enunciados en el preámbulo de la Constitución: la unión nacional, la paz interior y el bienestar general. No desviemos la mirada.
Casi todos los analistas económicos coinciden en reconocer que el avance de esta desgracia proviene del desempleo masivo que ha resultado de la desindustrialización. Algunos se tranquilizan diciendo que esto es fruto de los cambios tecnológicos mundiales, aunque sin explicarnos por qué no sucede lo mismo en las "economías de punta". Nadie se anima a afirmar que estos cambios no hubieran podido ser administrados en nuestro país de modo que las transformaciones fuesen paulatinas y compensadas. Lo cierto es que la brutal cirugía desindustrializadora rompió las cadenas productivas, cerró las fuentes de trabajo y, al crear una enorme masa de desocupados, deprimió los salarios en toda la economía, no sólo en el segmento industrial. Y aquí estamos.
¿Quiere decir que la pausada pero continua baja de la desocupación que estamos viendo resolverá el problema de la pobreza remitiéndolo a los valores históricos? Sería una conclusión demasiado reduccionista. La pobreza es más que la desocupación, y los cambios estructurales que se han producido en el país -cambios o regresiones- en los últimos años abarcan muchos campos más allá del nivel de empleo.
En realidad, la desindustrialización y la baja general del salario real forman parte de una redistribución regresiva del ingreso que tiene el aspecto de una revolución contra el progreso, una involución catastrófica de la sociedad argentina en términos de equidad, contrato social y esperanza. Una involución debida a la destrucción de la industria y al desempleo urbano, pero también a gigantescas transferencias de ingresos en contra de los sectores de menores ingresos que se hicieron por medios menos visibles y espectaculares.
Cuando en 1959 el recién creado Consejo Federal de Inversiones empezó a calcular el producto bruto geográfico, supimos que un poblador de las provincias más pobres -Santiago del Estero, Formosa, Misiones, por caso- tenía un ingreso equivalente al 30 por ciento del habitante de la ciudad de Buenos Aires.
Casualmente, no se llevan más tales estadísticas, pero en el estudio hecho por las Naciones Unidas en 2000 para su trabajo sobre desarrollo humano se comprobó que en ese año un poblador de Santiago del Estero tiene, en promedio, el 10 por ciento del ingreso de un porteño. ¿Qué pasó? ¿Por qué en lugar de marchar hacia una progresiva igualación regional, como en Canadá, donde las diferencias regionales son sólo de uno a dos, seguimos cuesta abajo? ¿Quién y cómo saqueó a Santiago del Estero y a otras provincias cuyos números no conocemos pero podemos equiparar?
En los tiempos previos a 1983, cuando con inverosímil optimismo algunos pensaban que la UCR podía ganarle al peronismo, el puñado de economistas partidarios discutía si había modo de mejorar la distribución del ingreso -mucho mejor que la de ahora, ¡cáspita!- sin toquetear los precios y salarios en un contexto de fortísima inflación. Fue Enrique García Vázquez, fino tributarista que terminaría en la presidencia del Banco Central, quien nos enseñó reiteradamente que los precios y tarifas de los servicios públicos podían ser el camino para lo que llamaba "transferencias no monetarias de ingresos". Se trataba de pensar en tarifas sociales, como tantas veces tuvo la Argentina: boleto escolar y tantos otros.
Aquella preferencia de García Vázquez sirve para mirar el presente desde el lado de atrás. ¿Qué "transferencias no monetarias de ingresos" se han realizado en nuestro país bajo el manto de la privatización de las empresas de servicios públicos al dotarlas de tarifas y precios remunerativos desde el punto de vista de los costos y de la rentabilidad? Pero esta vez, claro, no en el sentido que propugnaba García Vázquez, sino exactamente al revés.
No estoy cuestionando la necesidad de que una empresa privada de servicios tenga su rentabilidad asegurada, no en vano así se hicieron nuestros ferrocarriles y tantas otras inversiones. Sólo estoy tratando de mostrar un carril secreto por el que se ha deslizado una gigantesca transferencia de ingresos en contra de los más pobres.
Pensémoslo así: si hoy decimos que una familia necesita un ingreso mínimo de $ 700 por mes para no caer en la pobreza, ¿cuánto menor sería ese umbral si los servicios públicos tuvieran los precios "políticos" del pasado? ¿Cuántos miles de millones de pesos pagan los usuarios argentinos de servicios, anualmente, por encima de lo que pagarían con los viejos precios preprivatizaciones? Sería muy ilustrativo que alguien publicara ese cálculo.
No menos multimillonarias son las transferencias incluidas en el sistema impositivo. Cuando el gobierno se lisonjea mes tras mes de que el aumento de la recaudación general tenga en el IVA un actor principal y toma esto como un indicador de la mejora en los consumos, parece no acordarse de que las tasas actuales de ese impuesto son de las más elevadas del mundo, que casi no tiene excepciones y que el pobre o el indigente pagan ese altísimo impuesto en los consumos esenciales, sin misericordia alguna.
Pero la pobreza no es sólo asunto de dinero. También es una materia cultural en el sentido más amplio del término y que no tiene responsable en el Poder Ejecutivo, porque los secretarios de Cultura parecen autorrestringirse a las actividades artísticas. Economistas y sociólogos están de acuerdo en esto desde hace tiempo y de tanto en tanto nos lo recuerdan las estadísticas sobre los tipos de consumo, como las publicadas por la consultora Nielsen. Ahora aparecen, entre los diez productos más demandados por los sectores de menores ingresos, las gaseosas, el yogur, la soda y las galletitas, productos que en cualquier reflexión canónica serían colocados entre los suntuarios o prescindibles. Esta inconsistencia en las pautas de consumo no debe sorprendernos, porque los medios de comunicación masiva estimulan machaconamente esas preferencias, sin que ninguna autoridad pública se lance a enseñar otra cosa, aunque los nutricionistas argentinos disponen de todos los conocimientos necesarios.
Estamos ante el problema de la pobreza llorando con los ojos, pero con los brazos cruzados y acaso esperando que la magia de la macroeconomía resuelva la cuestión y los programas asistenciales del Gobierno sirvan de paliativo temporario. Creo que hacen falta otras cosas, más sinceras, más enérgicas y hasta más corajudas.
Hace un par de semanas, en un almuerzo ritual del Club del Progeso, el ensayista y parlamentario René Balestra recordó una anécdota de Felipe González a propósito de las ideas económicas. Interrogado sobre qué diferencias había entre el gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el del Partido Popular (PP) en el impulso a la economía, González dijo: "Ninguna", y el inquisidor, sorprendido, repreguntó "¿y entonces?"; Felipe González cerró con "la diferencia está en la manera de repartir".
Este tipo de reflexiones, la manera de repartir, nos suenan inquietantes y hasta ligeramente iconoclastas en la Argentina. Sin embargo, en las pequeñas crónicas de la pobreza que hemos glosado hasta aquí lo que queda en evidencia es que si nos importa el tema de la pobreza hemos de abrir un debate sobe el reparto que será, a no dudarlo, tormentoso.
Nadie quiere menguar su bonanza presente, ni aun con la promesa de que la recuperará con creces en una sociedad reconciliada en el futuro mediato. Pero para repartir genuinamente hay que aceptar esos machucones. Allá por 1920, cuando el mecanismo del patrón oro estaba encareciendo la harina y el pan para los consumidores argentinos, el gobierno creó un impuesto a la exportación para subsidiar el consumo interno de esos bienes esenciales; el resultado fue tan bueno que al final del programa sobraron 50 millones de pesos, con los que se inició el programa de viviendas populares que aún lucen en varios barrios de la ciudad de Buenos Aires.
Los exportadores subsidiaron a los consumidores, como sucedería hoy si el Gobierno decidiera rebajar a la mitad el IVA de una canasta de productos esenciales -con un excelente impacto en el índice de inflación, de paso- a cuenta de lo que recauda por derechos de exportación.
Aunque sea a vuelapluma, he procurado mostrar que la economía argentina tiene todos los medios necesarios para enfrentar la cuestión de la pobreza y que, en el campo de la cultura, también se puede bajar de las volutas frívolas a reconstruir la cultura de lo cotidiano.
Pero lo económico y lo cultural levantarán resistencias. Resistencias que apelan a una conclusión mayor: la pobreza argentina depende ahora de la voluntad política de la sociedad. Es un tema político, un gran tema político.
El autor es economista y escritor.
http://www.lanacion.com.ar/04/07/07/do_616279.asp