Gerontología - Universidad Maimónides

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La familia y los ancianos

Una famosa realización cinematográfica argentina (aunque tiene ya unos años, puede conseguirse en video y DVD), "Esperando la carroza", con la interpretación magistral de Antonio Gasalla en su papel de mamá Cora, finaliza con un grupo numeroso de ancianos caminando hacia la cámara, mientras se escucha una vieja canción popular de autor anónimo: "Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera…".

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Armando Maronese
Actualizada: 10/03/2006

Una imagen que deberíamos retener grabada en los oídos y las retinas cada vez que nuestra sociedad "descarta" a un anciano. Porque, al igual que los vasos de plástico, los pañales, pañuelos, bolígrafos y cientos de productos más, nuestra actual y moderna civilización de lo desechable, ha convertido a los "viejos" en seres humanos descartables.

Como la vaca lechera, se los aprovecha mientras "rinden"; después, cuando no dan más, se los sacrifica o se los condena a la soledad de lo inútil.

El anciano cobra su pensión o su jubilación –poco, pero ayuda–. Cuida a los nietos, pone la mesa, atiende el teléfono, se queda con los chicos para que los padres salgan y un sinnúmero de "pequeños quehaceres" que son las últimas gotas de leche que pueden exprimirse.

Cuando resulta torpe o ineficaz para esas tareas, se lo abandona. Abandono que implica encerrarlo en un asilo-depósito-geriátrico por el resto de sus días, o abandono que puede practicarse aun en medio de la familia. ¡Ah! eso sí, el día del padre o de la madre se lo agasaja con un regalito, y hasta los más arriesgados le dedican diez minutos de conversación.

El día que el anciano muere, se pronuncian algunas frases apropiadas, se adopta un gesto de cierto dolor y, sobretodo, se experimenta una sensación de alivio, como si se nos hubiera quitado un peso de encima.

Nada más lejos de una verdadera actitud de amor, cariño y respeto que debemos tener ante la gente mayor; más aún, si están enfermos o desprotegidos.

En este sentido, es importante decir que nadie está libre del dolor o de la enfermedad; y, en una familia, compartir la realidad de un enfermo suele modificar conductas, hábitos e incluso la misma forma de vida.

La base de una postura civilizada frente a este tema, puede resumirse en una frase que parece redundante, pero que nos puede dar mucho que pensar: No debemos enfermarnos con nuestros enfermos.

No se trata de una cuestión de contagio, sino de algo mucho más serio: si la familia se enferma junto con el enfermo, todo será más duro, más difícil, más cuesta arriba. La familia se enferma de encierro, de soledad, de angustia, de aflicción, de desesperanza o de hastío.

En muchos casos, se produce una tensión que se multiplica entre varios miembros, cuando ganan la intolerancia, el desgano y la imposibilidad de asumir la enfermedad como un aspecto más de la cotidianidad.

La mejor manera de ayudar a un enfermo es acompañarlo con sencillez, integrándolo naturalmente en la vida y brindándole, no sólo ánimo como una "caridad", sino, también, una razón para vivir y un sentido a su propia enfermedad.

En nuestra estadía en este mundo, tenemos que cuidar de nuestros mayores, amarlos, curarlos pero, siempre, el primer paso tienme que ser "curarles" el espíritu, trasmitiéndoles esperanza, alegría, amor… Sin lugar a dudas, éste es el camino que está a nuestro alcance. No abandonemos a nuestos mayores.

Armando Maronese