La vida y obra de Elizabeth Taylor, quien a fin de mes celebra sus tres cuartos de siglo, en la visión de un cordobés cuya prosa brilla como la violeta mirada de la emblemática actriz.
Daniel Salzano
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La Voz Suplemento Temas | DOM 18 FEB |
Con los ganchos colgados en la Metro
Y ahora, señoras y señores, un dato que sólo manejan los isabelinos de etiqueta negra: el primer enfrentamiento de Isabel ante las cámaras fue durante una prueba para hacer de Bonnie, la hermana menor de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. La mandaron a marzo –explicaron– porque no tenía cara de niña. Y era cierto.
La Universal la rechazó en primera instancia, pero la Metro, por las dudas, la incorporó a su troupe de luminarias: Spencer Tracy, Judy Garland, Mickey Rooney, Katharine Hepburn, Myrna Loy, Tarzán, Ava Gardner, Esther Williams y la perra Lassie.
La mandaron al frente por primera vez incluyéndola en una película de la perra Lassie. Liz no la dejó ni ladrar.
Con los ganchos de la nena colgados del cable de la Metro, la señora Taylor comenzó a usar anteojos de 500 dólares, cinturones de 600 y participaba en los rodajes de la nena soplándole instrucciones al oído. Enderezá la columna. Sacá pecho. Arreglate el pelo. Hubo que redactar un memo prohibiéndole la entrada a los estudios. Liz lo sabía, claro. Ella misma lo había sugerido.
La breve existencia de la señora Hilton
Y mientras pasaba las dulces horas de su adolescencia enhebrando películas que no valían nada, a la hora de los bifes sentimentales demostraba estar muy bien dotada para las lides amorosas. Le gustaban, como a la madre, los varones de buen vivir y economía saneada.
Está escrito en el libro de actas de Tiffany´s: cada vez que entraba al negocio se arrojaba sin pudor sobre la bandeja de diamantes y ñam, ñam, comía todos los que podía.
A los 18 años se convirtió súbitamente en la esposa de Conrad Hilton, joven heredero (23) de la famosa cadena de hoteles. Sin embargo la unión duró ocho meses, al final de los cuales ella se mandó a mudar porque el chico la aburría. Y es que el caos, señores, la atraía tanto como las piedras preciosas. La Metro la seguía cuidando como a una yegua de carrera y los esfuerzos del estudio se vieron recompensados con el éxito de El padre de la novia, la primera comedia en sobrepasar en la taquilla el tabú de los siete ceros verdes. El padre era Spencer Tracy. No puedo detenerme ahora a explicar quién era Spencer Tracy.
El éxito de la película obligó al rodaje de su continuación (El padre es abuelo) pero, inesperadamente atacada por una comezón filodramática, presionó para ocupar junto a Montgomery Clift el reparto de Un lugar al sol, dirigida por George Stevens. Un peliculón. O, en todo caso y según la revista Cahiers du Cinéma, una de las cinco grandes de la historia del cine americano.
Liz no es una actriz, es un Cadillac. Palabra de Stevens. Para renovar su contrato con la Metro pidió cinco de los grandes por semana. Y se los dieron, claro, lo mismo que le concedieron la bendición para protagonizar su segunda incursión matrimonial, esta vez con el actor Michael Wilding. La novia tenía 20 y el novio 40. Samuel Goldwyn, zar del estudio, le sugirió que tuviera mucho cuidado con quedarse embarazada. Obviamente fue lo primero que hizo.
Se me está acabando el papel y ni siquiera he mencionado a Gigante, su película favorita. Ignoro por qué razón es su película favorita. Gigante es la típica superproducción de los ’50 que cuando reaparece por la tele te incita a apretar el botón del control remoto. Fue durante su filmación que el látigo de su nervio ciático comenzó a azotarla sin contemplaciones. Se aficionó a los corticoides y, si se fijan bien, al final de la película ya no era un Cadillac sino un Kaiser Carabela. Michael Wilding le pidió el divorcio. Un dandy como él, que fumaba en pipa, leía a Bernard Shaw y dormía con calzoncillos largos no podía conducir un Kaiser Carabela.
Se estrella el Lucky Liz
Y ahora, ojito, que se viene el remolino mayor en las cataratas del río Taylor: Mike Todd, un judío de origen muy humilde pero que, a los 19 años, ya había amasado su primer millón de dólares. Si ella era un autito chocador, él era un F-15: se dedicaba al aluminio, a las construcciones, al petróleo, no paraba, y cuando por fin asomó el morro sobre el paredón de Hollywood, la industria se inclinó para lamerle los botines.
Para empezar, compró la patente de un nuevo formato de pantalla, el Todd-AO, y para terminar le arrimó la bocha a Yasabenquién. Mike le llevaba 30 años de ventaja y no tenía mucho tiempo para palabras, pero la barajó en el aire y le ofreció serenatas a cargo de la Sinfónica de Los Ángeles dirigida por Von Karajan. Se casaron en Los Ángeles y él le embelleció el escote con un diamante valorado en 100 mil dólares. Sin embargo, hermosa y todo, feliz y todo, Liz sufrió durante su matrimonio todo tipo de percances físicos: se fracturó la cadera, se astilló la pelvis y contrajo una mezcla rara de brucelosis y pantera cuya erradicación nadie ha conseguido todavía. Todo es cierto, consta en actas, pero fue en compañía de Todd que se convirtió en una mujer hecha y derecha. Lo que quiero decir es que, por fin, sus legendarios ojos violetas comenzaron a tener algo que decir en la mirada. Todd la instruyó en las leyes básicas del negocio cinematográfico: “Si la ciudad entera habla de la hermosa cola de tu perro, cuando deje de hacerlo, se la cortas”.
Fue durante un ataque a fondo del virus que nadie comprendía que Mike no quiso que lo acompañara a Nueva York, donde lo habían consagrado como “Showman del año”. Viajó conduciendo su propio avión, el Lucky Liz, pero no aterrizó nunca. El destino le tiró las nubes por la cabeza.
Elizabeth Taylor tenía 26 años y ya era viuda.
Pobre Spyros
Tardó muy poco sin embargo en hacer los deberes con el duelo porque, cuando las cenizas de Todd aún giraban en el viento, ella se consoló en brazos de Eddie Fischer, esposo de Debbie Reynolds, su amiga del alma.
Eddie Fischer cantaba boleros en Las Vegas y, al lado de la Taylor, parecía Laurito. No puedo detenerme ahora a explicar quién es Laurito. Se casaron en Las Vegas en mayo del ’59, y nadie creía que llegarían juntos al ’60
Y ahora pasemos a la película más mentada, Cleopatra, o de cómo la industria del cine intentó exterminar al piojo de la tele con fogonazos de napalm. Spyros Skouras, presidente de la Fox, tuvo en su mano la decisión de entregarle el papel a Susan Hayward, optó por la viuda nacional. Pobre Spyros. Arreglaron un contrato de 125 mil dólares por cuatro meses de rodaje y 50 mil por cada semana adicional. Sin embargo, tras la sucesión de percances apocalípticos que sufrió el rodaje de la película, la actriz embolsó tres millones: asma, calambres, torceduras, varicela, conjuntivitis, estrés y tormentas de arena que comenzaban en setiembre y terminaban en febrero.
Spyros se fundió. La Fox se fundió. El dueño del Gran Rex se fundió. Todos se fundieron menos ella, que salió del rodaje convertida en la mujer más famosa del mundo.
Richard Taylor y Elizabeth Burton
Y eso sin hacer mucha bulla alrededor del enroque que protagonizó a lo largo del trabajo, porque mientras el rol de Fischer se había reducido a llevarle las valijas, ella, la reina del Nilo, se derritió como un rulo de manteca ante la visión de Marco Antonio, Richard Burton, un actor de formación clásica y voz extraordinaria que, a pesar de todo, entró a la historia como el hombre que se casó dos veces con la Taylor. Ambos colgaron del perchero a sus respectivos cónyuges y vivieron a lo bestia un romance tan intenso como escandaloso. Se besaban detrás de las columnas truchas del antiguo Egipto, en los boliches de Vía Veneto, y cada vez que veían pasar caminando al hombrecito de Johnnie Walker lo corrían, lo alcanzaban y lo pasaban. Se casaron en 1965, en Canadá. Juntos valían un millón de millón de millón de millón de dólares, por lo que decidieron seguir haciendo cine a medias. Ella ponía la fama del sábado a la noche y él el prestigio de las tablas. Completaron dos películas valiosas, ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y La fierecilla domada. La gente había pagado fortunas para oír hablar a Greta Garbo y para escuchar cantar a Marlon Brando. Ahora lo hacía para escuchar putear a Elizabeth Taylor. En un año de suprema inestabilidad, 1968, compraron casitas en Irlanda, México, Suiza, Londres y Roma. Eddie ya no estaba. Ahora el que llevaba las valijas era Burton.
Más les hubiera convenido comprarse una piecita en el Allende porque a Liz, al mismo tiempo, comenzaron a fallarle los pulmones, el corazón, las trompas de Falopio y los oídos. Abreviando: se separaron cuando ella no figuraba ni a los 10 entre las actrices más rendidoras de la industria y él, vestido de Hamlet, miraba la calavera y se olvidaba la letra.
El reinado de la hija del anticuario daba sus últimas bocanadas cuando ella no había cumplido los 40. Seguía siendo un soldado, pero había perdido la guerra. Burton, que en un momento de la relación se mostró dispuesto a regalarle el Palacio Ferreyra, no puso demasiados obstáculos para el divorcio ni tampoco cuando, 12 meses después de la sentencia, ella le pidió que volviera a su lado para casarse de nuevo. Un año más tarde y ya estaba nuevamente cada uno por su lado.
Final en el Ritz
Taylorina, larga y generosamente amortizada, continuó su vida haciendo apariciones especiales, grabando cuentos navideños para los desamparados de la Unesco y casándose dos o tres veces más: una, con un político meloso cuyo apellido nadie consigue recordar y, la última vez, con un albañil de 90-60-90 que la llevaba en upa cada vez que debía subir los escalones del Coniferal.
Militó (y aún milita) en la lucha contra el sida, la leucemia, el agujero de ozono y la matanza de ballenas. Cada vez que reaparece en la página de saldos de la revista Hola, parece una manzanita de 24 kilates.
Suele acudir a las liquidaciones de Falabella en compañía de Michael Jackson.
Francamente, no sé cómo debo terminar esta nota, si como un poema de amor no correspondido o como una tarjeta de felicitación por su septuagesimoquinto aniversario.
En todo caso sé como la hubiera terminado el novelista Scott Fitzgerald:
–La última vez que vi a Elizabeth Taylor estaba bebiendo champán y comiendo frutillas con crema en el jardín japonés del Hotel Ritz.
http://www.lavoz.com.ar/nota.asp?nota_id=45483
Hace tres cuartos de siglo, el 27 de febrero de 1932, sujeta al pico de una cigüeña de ojos violetas, llegó al planeta Elizabeth Rosemond Taylor, una bebita a la que el padre, mercader de antigüedades, hizo fotografiar por George Guilbert, que sólo inmortalizaba de duquesas para arriba.
Guilbert la iluminó con briznas de luz de luna y diafragma en infinito. La bebé, de ojos tan violetas como los de la cigüeña, aparece envuelta en una mañanita que se abre como un abanico. A mí me hubiera gustado ser el papá de Elizabeth Taylor. A mí me hubiera gustado ser el papá de una nenita. No bien la familia Taylor presintió que Inglaterra no se salvaría del olor a podrido de los nazis, levantó campamento con todo lo clavado y lo plantado y regresó a los Estados Unidos. Hemos hablado del papá, el anticuario, pero no de la mamá, que provenía de las etcéteras del biógrafo: había sido actriz, pero de ésas que justo cuando van a hablar alguien viene y abre la puerta. O sea, que conservaba la sangre en el ojo. O sea que lo primero que hizo fue inscribir a Elizabeth, una monada, en el gran premio Sucesión de Shirley Temple. Hollywood buscaba ansiosamente una niña de repuesto para Shirley, su mina de oro, cuyo busto se expandía a razón de dos tallas cada 48 horas y sus graciosas bombachitas de niña prodigiosa habían sido reemplazadas por severos calzones de la talla XXL.
http://www.lavoz.com.ar/nota.asp?nota_id=45493