No se trata tanto del botox, la "lipo" o las siliconas, todas ellas expresiones de una batalla irrevocablemente perdida, de una pasión inútil, si la hay, pues tarde o temprano la ley de gravedad se impondrá con una inexorabilidad idéntica a la que gobierna el universo físico. Pero lo cierto es que somos partícipes de un simulacro, donde adoramos una efímera estética de la desesperanza, reducida a metamorfosear nuestra apariencia.
Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION
Lunes 5 de Marzo de 2007
Eso no es todo, el alma, tan espiritual como improductiva, parece habernos abandonado, y celebramos en su lugar los genes, tan inmortales como las almas pero aggiornados. Su ventaja es enorme. Mientras que las almas sólo se salvan con una ascética penitencia, los genes o son heredados (legado que nos exime de cualquier culpa) o son modificados, técnica mediante. Parecería que el "hambre de inmortalidad" pregonada por Unamuno, hoy puede ser saciada con la ingeniería genética y la regeneración celular con certificado de inmortalidad. O, cuando menos, de la prolongación indefinida de la vida.
Mientras que la pregunta del millón en los foros científicos es ¿cuánto tiempo puede llegar a vivir el ser humano? ¿120? ¿150 años?, otros nos preguntamos ¿tiene sentido vivir tanto? El interrogante no es nuevo. Karel Capek, un dramaturgo checo de principios del siglo XX, escribió una obra de teatro que proporcionaría la trama de una ópera de Leos Janacek, estrenada mundialmente en 1926 y, en el Teatro Colón, en 1986.
La protagonista del drama es Elina Makropulos, cuyo padre, médico de la corte de cierto emperador del siglo XVI, descubre un elixir capaz de prolongar indefinidamente la vida. Bebiendo cada tanto ese invaluable brebaje, Elina alcanza, con su apariencia detenida en el tiempo, la edad de 342 años.
Pero Elina no es feliz. Todo lo que podría acontecerle, y que pudiera tener sentido para cualquier mortal, ya le ha acontecido a ella. Vivió todos los amores que quiso vivir: con un corsario que navegaba los mares del Norte, con un poeta hijo del romanticismo que emulaba a Schiller, y hasta con un científico que investigó, paradójicamente, la teoría de la evolución. Leyó casi todos los grandes libros del mundo, desde los maestros sufi hasta la Biblia y el Corán. Gozado y sufrido como nadie antes lo hubo hecho, todavía habría de testimoniar el Holocausto.
Así como, con el paso del tiempo, los mortales solemos perder la capacidad de asombro, Elina fue privándose de cierta capacidad sensorial y emocional: desconoce el placer del vino como el de la amistad, de los sonidos como del odio y la vergüenza. Y es tanto lo que ha vivido en sus más de trescientos años, que los acontecimientos se confunden tanto entre sí que, contrariamente a lo esperable, siente que vivió casi todo, pero que, curiosamente, de la particularidad que sella cada instante no recuerda casi nada. Su vida sin fin la postró en un estado de indiferencia, por no decir de un espantoso aburrimiento. Finalmente, Elina renuncia a su inmortalidad y acepta su finitud. Rehúsa beber del vital elixir, y muere.
Evocando la historia de Elina, el filósofo Bernard Williams se interroga ¿por qué la vida vale la pena ser vivida? Queremos seguir viviendo porque nos duelen deseos todavía no realizados, y esos deseos son una promesa venturosa que sólo el futuro nos puede conceder.
Esos deseos, sin embargo, tienen que poder ser reconocidos como propios: yo deseo escribir un gran libro o jugar mejor al tenis. Pero no deseo alunizar o investigar la vida de las hormigas, y aun cuando puedan ser deseos altamente calificados, yo no los reconozco como míos. Y sin deseos, los seres humanos no tenemos ninguna razón para ver la muerte como una desventura. Más aun cuando intuimos que, a modo de amenaza latente, nuestra vida podría prolongarse indefinidamente de manera insoportable.
Hay algo más. Si bien la muerte es, existencialmente, el límite de todos los límites, ella le otorga un sentido al vivir del que la inmortalidad nos privaría: si gozamos, es porque vivimos en la certeza de que ese gozo no nos es dado para siempre, porque intuimos que sólo confiriéndole al instante un espesor del que carece, somos capaces de compensar su natural fragilidad.
Un 9 de diciembre de 1961, Susan Sontag escribía en su Diario, aún inédito, que "el miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente." Tal vez se trate, al fin de cuentas, no sólo de elegir personal, auténticamente, aquello que deseamos desear, sino de desear aquello que enriquezca existencialmente los seres que somos.
La autora es doctora en Filosofía (UBA). Su último libro es Inteligencia ética para la vida cotidiana.
http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=888719