Nuestros jubilados han dado pruebas fehacientes de su infinita paciencia. Son uno de los sectores más maltratados de la sociedad y, sin embargo, al margen de ciertas esporádicas y minoritarias reacciones, siguen soportando con resignación las injusticias y postergaciones que han venido padeciendo desde hace muchísimos años.
La Nación Editorial
Viernes 25 de Mayo de 2007
¿Hubo alguna época de la vida del país en la cual jubilarse significaba el merecido descanso después de una vida de trabajo y la percepción de una retribución digna? Si la hubo, está tan distante en el tiempo que es patrimonio exclusivo de los historiadores y los memoriosos.
Las sombrías perspectivas del ingreso en la denominada clase pasiva comenzaron hace ya varias décadas, cuando más de un gobierno hizo uso compulsivo de los recursos de las entonces llamadas cajas de jubilaciones para tratar de equilibrar desequilibrios presupuestarios y alternativas financieras desfavorables, lo cual desquició el sistema. Ese fue apenas el principio de una reiterada serie de expoliaciones morales y materiales.
También desde hace mucho tiempo, y salvo excepciones contadas, sólo el mero hecho de pretender jubilarse representa embarcarse en una odisea que en muchísimos casos requiere el auxilio de "gestores" -por lo general, pagos- para lograr superarla. Durante ese prolongado lapso, asimismo, fue desechado el 82 por ciento móvil; se produjo la indebida aplicación del impuesto a las ganancias sobre las percepciones jubilatorias, que, en realidad, son el reintegro casi siempre parcial e incompleto de las sumas que el Estado les confisca a los trabajadores durante toda su vida laboral; la imposición de topes a las jubilaciones más altas, fuesen cuales fueren los montos de los aportes; las deficiencias en los cálculos de los haberes jubilatorios y los oídos sordos ante las sentencias judiciales que ordenan corregir esos "errores" administrativos, y la imposición a las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones (AFJP) de inversiones de riesgo destinadas a solventar los gastos, y los derroches, estatales.
Podrían agregarse a esa larga lista las inexplicables demoras en el trámite de las jubilaciones -hasta veinte meses o más, de acuerdo con las denuncias contenidas en cartas de lectores publicadas recientemente por LA NACION-, que por fuerza les imponen a los titulares de esas gestiones disponer de los fondos imprescindibles para poder sobrevivir mientras se les demora, sin explicación valedera, la liquidación de los haberes a cuya percepción tienen pleno derecho.
Cuanto aquí se ha enumerado y cuanto ha quedado en el tintero expone una descarnada y oprobiosa realidad: más allá de las expresiones grandilocuentes, los anuncios infundados y las promesas de dudoso cumplimiento, el Estado exhibe notable desprecio por la suerte de los jubilados, y en los hechos concretos ni siquiera se preocupa por disimular que los maltrata.
Hace dos años, cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación intentó hacer justicia fallando en favor del restablecimiento del 85 por ciento móvil para los jubilados del Servicio Exterior y del 82 por ciento en el caso de los docentes, el titular de la Administración Nacional de Seguridad Social (Anses), Sergio Massa, le requirió al alto tribunal que "fuese responsable". Aclaró que el sistema no podría hacerse cargo de la financiación de esa movilidad si era extendida a todos los trabajadores. Cabe recordar que esa imposibilidad es producto de los irresponsables manejos del Estado dilapidador y prebendario.
En definitiva, sobre los jubilados y quienes están en edad de serlo recae la desconsideración de ese Estado indiferente ante las dificultades que amargan cuanto les queda de existencia a nuestros mayores. Negro porvenir que deberían tomar en consideración quienes ahora son jóvenes, pero algún día y porque así lo señala un destino inexorable deberán incorporarse a la pasividad laboral, o sea, a la clase de los postergados.
No está de más subrayar que las jubilaciones no son una generosa y misericordiosa concesión del Estado, sino un legítimo derecho al reintegro de tan sólo una parte de las sumas que los trabajadores han tenido que aportar en forma compulsiva y obligatoria durante toda su vida laboral. Y que un gobierno reiteradamente autoproclamado defensor de los derechos humanos no puede ignorar que las postergaciones infligidas a los jubilados configuran una flagrante violación de ese principio humanitario.
http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=911518
LA NACION | 25.05.2007 | Página 18 | Opinión