A partir de la experiencia personal de su adolescencia, el autor recopila distintas interpretaciones sobre el final de la vida.
Por Pacho O‘Donnell
La muerte siempre fue parte de mi vida. El recuerdo más antiguo del que puedo dar cuenta remonta a mis tres años. Estaba ovillado debajo de una silla en una habitación oscura, probablemente el comedor de mi casa, con una angustiante conciencia de muerte. No de la mía sino la de los demás. Acababa de darme cuenta de que los seres que amaba y necesitaba iban a morir algún día. En mi infancia el juego preferido era tirarme sobre el piso para averiguar qué era eso de estar muerto. Cerraba los ojos, me tapaba los oídos con algodón, permanecía lo más inmóvil que me fuera posible. Pero siempre fracasaba, a pesar de mis esfuerzos, en no pensar.
Quizás el hecho se ser asmático siempre me relacionó con la Parca ya que los que padecemos esa enfermedad tenemos claro que el límite entre la vida y la muerte no mide más de un milímetro de mayor oclusión bronquial. En mi biografía del Che Guevara me ocupé de la influencia del asma severa en su personalidad.
Siempre estuve convencido de que mi vida sería breve, lo que los años se ocuparon de desmentir. Pero dicha premonición estuvo a punto de realizarse cuando llegué a estar muerto en mi adolescencia. Sucedió que cuando recién comenzaba a caminar tomé uno de las colillas que mi padre dejaba en los ceniceros y la tragué. Eso me provocó un acceso de convulsiones que providencialmente resolvió una vecina metiéndome los dedos en la boca haciéndome vomitar. El asunto es que años después, a mis quince años, fumé mi primer cigarrillo entero tragando el humo, un Particulares negro. Entonces mi organismo “recordó” aquel pucho letal de mi infancia y me provocó lo que médicamente se llama un “shock anafiláctico”. A duras penas logré llegar a mi casa, y ya sin fuerzas, me derrumbé en la primera cama que encontré. Con esa intuición inexplicable de las madres la mía se asomó al cuarto y en vez de dar por sentado que estaba durmiendo una siesta encendió la luz y al darse cuenta de mi estado puso en marcha la alarma. Fue entonces cuando viví lo que entre nosotros divulgó el periodista Víctor Sueyro y que fuera de nuestras fronteras, fue motivo de investigaciones científicas iniciadas por el Dr. Raymond Moody y continuadas, entre otros, por la Dra. Kubler Ross.
Tal como fue descripto por muchos otros que vivieron la misma experiencia (se calcula que en los Estados Unidos son uno de cada veinte) me viví fuera de mi cuerpo, observando desde arriba lo que sucedía. Me ví a mi mismo acostado en la cama, percibí el clima de angustiada agitación que reinaba, observé el ingreso del célebre cardiólogo Pedro Cossio vestido con guardapolvo blanco y una Parker negra con capuchón de oro en su mano que había sido arrancado de su consultorio distante una cuadra; siempre desde un nivel superior, como flotando en el aire, pude ver cómo tomaba mi mano izquierda y luego de algunos segundos decía “no tiene pulso”, es decir que yo estaba muerto. Luego la escena se hace más confusa y observo que alguien entra corriendo y me aplica una inyección, luego la oscuridad me invade y cuando despierto veo a mi padre de contraluz contra una ventana, aguardando el desenlace de mi cuadro. No experimenté la sensación de túnel ni de luz enceguecedora a su final que relatan otras personas que han vivido la experiencia del ECM (experiencias cercanas a la muerte). Sí coincido con que durante mi extracorporeidad experimenté una inefable sensación de paz y de amistad con la muerte.
En los años siguientes tuve otras oportunidades que verle la cara a la muerte, como cuando fui encarado con violencia por un policía borracho o cuando, durante la dictadura del Proceso, supe que estaba en una lista de futuros desparecidos de la Marina. Y últimamente por un diagnóstico médico.
REFLEXIONES Y CITAS
Hoy quiero ser feliz. Mañana será tarde.
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El hombre es el único animal que sabe que va a morir. Quizás sea ésa la mayor diferencia con las otras especies. Más que la razón o el lenguaje.
Sin embargo nuestras acciones, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos están tercamente influenciados por la ansiosa necesidad de negar este destino inevitable.
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No morimos porque estamos enfermos sino porque estamos vivos (Montaigne).
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-¡No te mueras nunca, Diego!
Pero Maradona no va a hacer caso y se va a morir.
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"El temor a la muerte, señores, no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello que no se sabe. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males" (Sócrates).
Se sostiene que las religiones, con su promesa de vida después de la muerte, no son sino formas refinadas, esperanzadas y multitudinarias de la negación de la muerte.
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"Los brujos dicen que la muerte es nuestro único adversario que vale la pena. La muerte es quien nos reta y nosotros nacemos para aceptar ese reto, seamos hombres comunes y corrientes o brujos. La diferencia es que los brujos lo saben y los hombres comunes y corrientes no" (Don Juan, brujo yaqui).
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“Encorvado sobre uno mismo como el avaro sobre sus monedas” (Cesare Pavese). Así deberías pensarte. Y saberte mortal.
La mujer y el hombre anestesiados postergan dicha conciencia. Mañana se ocuparán del tema.. “¡Mañana, mañana, mañana, palabra falaz que nos va llevando poco a poco al final de nuestros días, mientras el ayer ilumina al necio el camino hacia la muerte sombría. ¡Apágate, apágate, cabo de vela! La vida no es más que una sombra errante; un pobre comediante que pasa pomposamente por el escenario y de quien no se oye hablar más; es un cuento contado por un idiota, lleno de ruidos y furia que nada significan” (W. Shakespeare).
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“El sello de la muerte da precio a la moneda de la vida, y hace posible comprar con ella lo que realmente tiene valor” (R. Tagore).
Aclaración: lo de “precio” y lo de “valor” nada tienen que ver con la tarifa del servicio mortuorio. Los hay “standard”, “de luxe” y “super de luxe”.
Los cadáveres también son mercancía.
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Hay quienes saben aprovechar cada minuto de su vida:
Se ha calculado que si un copista transcribiera toda la obra musical de Wolfgang Amadeus Mozart emplearía unos veinticinco años en completar su labor, trabajando diez horas al día.
Compuso la revolucionaria ópera "La clemencia de Tito" en sólo 18 días y en otra ocasión escribió, transcribió, ensayó y estrenó en sólo cinco días su maravillosa "Sinfonía en C mayor Kegel 425", conocida como "Linz".
Mozart murió a los 35 años.
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Tener insobornable conciencia de nuestro destino mortal no significa sumirnos en la angustia y el terror continuos. Muy por el contrario. Nos permite una vida plena y fluida, pues al no saber en qué momento ha de llegarnos el momento último, por un lado minimizamos nuestra personal importancia, y por el otro buscamos mantener una comunicación plena y sincera con quienes y con lo que nos rodea, expresando en forma continua un profundo respeto y amor por todo y todos. También nos esforzamos por no dejar asuntos pendientes, andar con “la mochila vacía”, y practicar el “carpe diem”, vivir intensamente el aquí y ahora.
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En Jueces 11, 30-30 se cuenta que Jefté, líder en el primitivo Isrrael, ofrece a Dios un sacrificio humano si lo ayuda a ganar la guerra contra los ammonitas: “El que primero salga por la puerta de mi casa a mi encuentro cuanto yo regrese (...) será para Yahveh (Dios) y lo ofreceré en holocausto”.
Jefté vence y es su hija la que corre a saludarlo al verlo llegar victorioso.
“-Padre mío, si has hablado a Yahveh, haz conmigo conforme a lo que profirió tu boca ya que Yahveh te ha concedido venganza de tus enemigos, los hijos de Ammón”.
Su padre, desolado, concede el postrer pedido de Mispah, su amada hija: que su sacrificio se postergase dos meses “para que vaya y vague por las montañas llorando con mis compañeras mi virginidad”.
Jefté era hombre de palabra, además no era cuestión de defraudar promesas divinas y al cabo de esos sesenta días “cumplió con ella el voto que había hecho”.
¿Qué harías en lugar de Mispah? ¿En qué emplearías esos dos meses?
Todos somos Mispah, con un poco de tiempo por delante. Con la diferencia a favor de la hija de Jefté que ella no pudo seguir negando su muerte, como ciegamente hacemos vos y yo, y habrá podido completar lo no hecho, lo no expresado, lo no escrito.
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La muerte ¿siempre es vulgar?:
El gran dramaturgo griego Esquilo, según Hermipo de Esmirna, murió golpeado por una tortuga que se desprendió de las garras de un águila que volaba casualmente sobre él.
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“Nunca quieras mal...
¡total...! la vida qué importa,
si es tan finita y tan corta
que, al final, el piolín se corta...
No te aflija el esquinazo del dolor:
si el amor te hace caso,
no le niegues tu pedazo de candor,
que es lindo creerle al amor...
Bueno, y nada más,
que, siendo bueno,
no hay odio ni injusticia ni veneno
que haga mal” (E. S. Discépolo, “Mensaje”).
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Manuel Belgrano sabía que se arriesgaba al infortunio y a la muerte por su solidaridad con quien mucho admiraba, José de San Martín.
Buenos Aires estaba amenazado por el avance de los ejércitos unidos de los caudillos Estanislao López y Francisco Ramírez, de Santa Fe y Entre Ríos respectivamente.
Nuestra patria se desangraba en una demencial guerra fratricida y sus dirigentes, en su inmensa mayoría, habían perdido la noción de que el principal objetivo era terminar la guerra independista contra España.
El gobernador Rondeau y la logia que, clandestinamente, detentaba el poder porteño, ordenan el regreso de los dos ejércitos disponibles: el del Norte, a las órdenes de Belgrano, y el de los Andes, comandado por San Martín.
Don Manuel no ignora que si se retiran las tropas ya instaladas en Chile, la reacción realista sería inevitable e incontenible. Escribió entonces a Rondeau: “No necesitamos más fuerzas que las que hay aquí: tengo tres mil hombres con una batería de ocho piezas perfectamente servidas.”
A San Martín en cambio le confiesa que no bastaría “ni el ejército de Jerjes”, quien habría conducido, según la leyenda, el ejército más grande del mundo. El estado de sus tropas era deplorable, pero su propuesta era evitarle a San Martín y a sus hombres, indispensables para la liberación de nuestra patria, inmiscuirse en la guerra civil. El lo haría, solidariamente, sin ignorar el destino que le aguardaba.
Sus tropas se sublevaron en Arequito y pasó un tiempo en el calabozo. Fue ése solo el principio de su calvario, acosado por enemigos, torturado por la enfermedad, escarnecido por la ingratitud, hasta morir en la miseria el mismo día en que la anarquía llevó a Buenos Aires a tener seis gobernadores, sin que ninguno de los principales periódicos porteños se hiciera eco de su muerte.
Una muerte que, en su grandeza, honró esa vida.
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En el arte muchas, quizás todas, las más deslumbrantes obras maestras han sido concebidas por la conciencia de mortalidad: la pirámide de Keops, erigida en Giza en honor del faraón de ese nombre, o la estatua del “Moisés” esculpida por Miguel Angel bajo encargo del papa Julio II, son monumentos funerarios. También cuando reyes y príncipes convocaban a genios como Velázquez o Rembrandt para retratarlos, conciente o inconcientemente, compraban su inmortalidad.
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“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (Corintios 15:55).
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La palabra “mausoleo” proviene de Mausolo, conquistador de Rodas y sátrapa de la provincia persa de Caria. A su muerte, ocurrida en el año 353 a. de C., su esposa Artemisa le mandó incinerar y bebió sus cenizas mezcladas con vino.
En su memoria la desolada viuda hizo construir un templo funerario en Halicarnaso,cerca de la actual ciudad de Bodrum, en Turquía. Constaba de una tumba rectangular de mármol esculpido, colocada sobre una plataforma y rodeada por 36 columnas jónicas que sostenían un arquitrabe, que a su vez sostenía una pirámide coronada con un carro de bronce con las estatuas de Mausolo y Artemisa.
El monumento sobrevivió unos 1.900 años, hasta que los cristianos caballeros de la orden de San Juan demolieron el Mausoleo para construir con sus piedras una fortaleza.
La guerra es la guerra.
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“Tiempo que todo lo mudas,
tú, que con las horas breves
lo que nos diste nos quitas,
lo que llevaste nos vuelves.
Tú, que con los mismos pasos
que cielos y estrellas mueves,
en la casa de la vida
pisas el umbral de la muerte” (Quevedo).
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Nunca me alegraron mis cumpleaños. Desde muy pibe siempre sentí que significaban “un año menos”.
Como Stephan Zweig que se vestía de negro y se negaba a comer. Así festejaba sus aniversarios.
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El tiempo es un gran maestro, qué duda cabe, pero el problema es que mata a sus discípulos cuando todavía están aprendiendo.
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El gran pintor francés Henri Matisse clamaba en su lecho de muerte:
-¡Por favor, doctor, deme los tres o cuatro años de vida que preciso para terminar mi obra! No me deje morir inconcluso...
La muerte no es un final, es una interrupción.
EDUCACIÓN PARA LA MUERTE
Soy un convencido de que en los programas de los colegios secundarios debería existir la materia “Muerte” para que ésta no los tome desprevenidos, sin defensas, ya sea por la agonía de algún ser querido o por una enfermedad propia. Así como hoy se les enseña sobre la sexualidad, se haría reflexionar a alumnas y alumnos sobre historias como ésta:
Un peregrino que se dirigía a Santiago de Compostela y cuyo aspecto denunciaba los muchos días que llevaba andando y juntando el polvo de los caminos, llegó a las puertas de un imponente castillo. Fue conducido ante su dueño, el conde, que en sus maneras y en sus vestimentas evidenciaba riqueza y poder.
– Deseo que me dejes descansar por una noche en este refugio de peregrinos.
– Este no es un refugio de peregrinos –respondió amoscado el conde- Es mi castillo, el célebre castillo de la noble familia de los Romanones.
– O sea que lo habéis recibido de vuestro padre.
– Así es – confirmó el conde
– Su padre, ¿vive?
– No. Murió hace ya algunos años.
– ¿Y cómo se hizo él dueño de este maravilloso castillo?
– Lo heredó de su padre, mi abuelo.
– ¿Vive?
– No –respondió el conde, ya algo fastidiado –murió hace muchos años.
– En cuanto a su bisabuelo y a su tatarabuelo también, que en paz descansen, estarán muertos –Se hizo un silencio de algunos segundos al cabo de los cuales volvió a hablar el zaparrastroso recién llegado –Creo, no haberme equivocado, señor, al decir que este lugar donde la gente se hospeda durante algún tiempo y luego se marcha, es un refugio de peregrinos.
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Otra buena historia para la materia “Muerte”:
Cuenta Plutarco que en cierta ocasión vio Alejandro Magno a Diógenes escudriñando atentamente un montón de huesos humanos.
-¿Qué estás buscando? - preguntó Alejandro.
-Algo que no logro encontrar -respondió el filósofo.
-¿Y qué es?
-La diferencia entre los huesos de tu padre y los de tus esclavos.
El padre de Alejandro Magno fue el poderoso rey Filipo II de Macedonia.
ALGUNAS DISQUISICIONES SOBRE EL TEMA
En “La Ciudad de Dios”, Agustín escribió: “En el momento en que empezamos a vivir en el cuerpo, empezamos a morir y estar en la muerte. Quiero decir que desde el momento en que comienza la obra de la muerte en nosotros, comprobamos una sustracción de vida. Comenzar a vivir en el cuerpo es estar en la muerte. ¿Qué otra cosa se verifica en el transcurso de los días, horas y momentos singulares? (...) Por eso el hombre no está nunca en la vida, aunque viva en el cuerpo, ya que es más bien un muriente que un viviente”. En ese texto, Agustín repite conceptos que ya había vertido Séneca en sus “Epístolas”: “No caemos de improviso en la muerte, sino que procedemos hacia ella paso a paso: morimos cada día”.
El más antiguo poema épico que se conoce es el “Poema de Gilgamesh”. Narra las aventuras de Gilgamesh, rey de Uruk, y su compañero Enkidu. Ambos comienzan luchando uno contra otro pero pronto se convierten en amigos inseparables. Juntos logran matar al gigante Huwawa y al toro sagrado del cielo. En castigo a este último acto los dioses hacen morir a Enkidu. El dolor de Gilgamesh es enorme y permanece llorando junto al cadáver hasta que éste comienza a dar signos de putrefacción. Hasta aquí lo que había experimentado Gilgamesh era la dolorosa pérdida de su amigo, pero ahora se enfrentaba, aturdido y desconcertado, al hecho de la muerte. Una idea nace en él: “Cuando muera ¿no seré como Enkidu? / Angustia ha entrado en mis entrañas. / Temeroso de la muerte, recorro la llanura”. La muerte de Enkidu pone a Gilgamesh de cara a la perspectiva de su propia muerte. Desesperado, se lanza a buscar el secreto de la inmortalidad. Finalmente, ha de regresar a Uruk sin lograr su objetivo, pero reconciliado con su destino finito.
Muchos ritos tienen que ver con la intención de granjearse la buena voluntad del difunto, ayudarlo en su tránsito hacia el otro mundo y evitar su enojo hacia los vivos. Desde las ofrendas de diferente tipo hasta los rezos y plegarias, desde las misas para difuntos hasta los homenajes post mortem, de lo que se trata es de hacerles un servicio a los difuntos y, a la vez, de congraciarse con ellos. Otros rituales pretenden establecer algún control sobre ellos. Así se explica, por ejemplo, la costumbre de los Toradja de cortar al muerto un mechón de cabello y las uñas. Según el investigador Mircea Eliade, la explicación era la siguiente: “Guardamos el pelo y las uñas para no olvidar al muerto. Así él nos bendecirá. Si no cortáramos las uñas del muerto, pincharían las espigas de arroz o desenterrarían las raíces de las plantas”.
Hesíodo y Homero consideraban a la muerte (Thánatos) hermana del sueño (Hypnos) e hija de la noche (Nyx), esto es, de la oscuridad. La muerte se presenta como un sueño final y definitivo. Conviene recordar, por ejemplo, aquel monólogo de “Hamlet” de Shakespeare: “Morir, dormir, soñar acaso...”. Lo que preocupa a Hamlet no es el dormir mismo, sino la posibilidad del soñar. La similitud de muerte y sueño juega un importante papel en muchos textos de la literatura universal, desde “Romeo y Julieta” hasta “La bella durmiente”.
En la Ilíada no hay demasiadas referencias a la vida de ultratumba, pero parece que ella se asociaba a la gloria y la pervivencia del nombre. En la Odisea, en cambio, se da un panorama sombrío del Hades. Cuando Ulises (Odisseus) desciende al Reino de los Muertos, vaga entre las sombras y se detiene a conversar con tres sombras: la de Hécate, la de Aquiles y la de su propia madre. Aquiles le confiesa: “Preferiría ser el más humilde de los siervos de un hombre pobre, entre los vivos, que un príncipe entre los muertos”.
Cicerón arguyó que o bien la muerte “extingue en nosotros la vida misma del alma” y nos sume en la nada, “en la que no puedo ser desgraciado”, o bien “por medio de ella se llega a una morada eterna, junto con los dioses, en permanente bienaventuranza, lo que la convierte en apetecible”. En conclusión: en cualquiera de esos casos, no habría motivo para temer a la muerte. Y sin embargo...
Ahora bien, si el individuo cesa, no puede experimentar ya sufrimiento alguno. Entonces ¿por qué se teme tal cese? Quizás la mejor respuesta es la de Baruch Spinoza, en su “Ética demostrada al modo geométrico”. Borges expresó el argumento spinozista del siguiente modo: “Todo quiere perseverar en su ser; el tigre eternamente quiere ser tigre, la piedra eternamente quiere ser piedra”. O sea: el individuo se rehúsa a cesar.
Hegel llamó a la muerte, en su “Fenomenología del Espíritu”, el amo absoluto, porque todo le está subordinado. Sartre, en “El ser y la nada”, admitió que el hombre es una “pasión inútil”, pues ansía ser absoluto e infinito, pero es incompleto y finito; pretende la eternidad pero está condenado a la fugacidad; quisiera ser Dios y es sólo hombre.
Es oportuno recordar que para algunos pensamientos orientales lo temible no es la extinción sino la posibilidad de volver a la vida (la famosa “rueda de las reencarnaciones”). El sabio hindú busca el nirvana (palabra que significa literalmente “extinción”). La suprema sabiduría sería dejar atrás el juego de espejos de la realidad, la ilusión (“Maya”) de la vida. El budista también anhela unirse al vacío y dejar de ser. Para él la vida es dolor y dejar de vivir significaría entonces dejar de sufrir. Una vida eterna sería un sufrimiento eterno. Para los occidentales, en cambio, la reencarnación es una esperanza, no una maldición de la que hay que escapar.
Nietzsche expresó en varios textos que postular “otra vida” es traicionar a “esta vida”, que es la única que tenemos. Si hubiera una vida después de la muerte, este mundo sería sólo un lugar de tránsito. Lejos de esta desvalorización del mundo real, Nietzsche proponía su exaltación: “amor fati” (amor a lo que es). Radicalizando el enfoque nietzscheano, Alain Badiou propone erradicar de la filosofía el motivo de la finitud y aceptar, con alegría y sin plantear trascendencias ni exigir promesas, lo que simplemente nos sucede. Este ateísmo contemporáneo significa situarnos en este fugaz aquí y ahora que nos corresponde: “Aquí es donde no se nos ha prometido nada, excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede”.
En “El ser y el tiempo” Heidegger explicó que la existencia auténtica del hombre corresponde a un vivir de cara a la propia mortalidad, a un tener a la propia muerte como permanentemente inminente, pero que eso es, en general, imposible. De hecho, nuestra existencia habitual es inauténtica, precisamente, en cuanto negamos una y otra vez nuestra mortalidad. Si no fuera así, no podríamos hacer planes o proyectos. La vida humana sería imposible, pues si algo caracteriza al ser del hombre es su incesante proyectar y proyectarse.
Si el hombre no fuese mortal, no filosofaría. Probablemente tampoco tendría religión ni arte. Y acaso jamás hubiera surgido la vida social. Escribe Fernando Savater: “Todas las sociedades y sus culturas han sido complejos dispositivos para combatir contra la muerte, negando el alcance de sus efectos (ya que es imposible negar su realidad misma) (...) La civilización nace del empeño animoso de superar el luto (...) Podemos considerar las sociedades como estructuras (o, si se prefiere, como prótesis) de inmortalidad”. Agrega: “Conquistando territorios y venciendo a enemigos, cazando a enormes bestias feroces, descubriendo nuevas formas de energía y realizando obras que prevengan o controlen las amenazas de las fuerzas naturales, por medio del arte, de la ciencia y de las fiestas, los colectivos humanos se empeñan en garantizar la victoria de la vida contra la usura de la muerte” (en “Diccionario Filosófico”).
En esa misma línea Lucrecio escribió: “El amor al dinero, el ciego deseo de honores que empuja a los miserables humanos a transgredir los límites del derecho, incluso haciéndolos cómplices y agentes del crimen, el esforzarse noche y día obstinadamente en hurgar para alcanzar las cimas de la fortuna: estas llagas de la vida se nutren en su mayor parte del miedo a la muerte”.
http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=946&ed=1614