La autora de esta nota acaba de cumplir setenta años, de publicar una novela, La muñeca rusa (Alfaguara) y está por ser bisabuela. El azar quiso que leyera un artículo de Silvina Bullrich, en el que ésta enumera las calamidades de la ancianidad, en coincidencia con Simone de Beauvoir. Pero quizá, según Dujovne Ortiz, cada uno tenga la vejez que le corresponde y el silencio, la soledad, el amor puedan cobrar modulaciones tan imprevistas como fructíferas
Por Alicia Dujovne Ortiz
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Sábado 14 de marzo de 2009
A cababa de volver a la Argentina, y de cumplir la friolera de setenta años, cuando, desde un estante de mi biblioteca, un papelito amarillento se deslizó blandamente hasta el suelo. "Cosa ´e Mandinga", pensé al alzarlo con cuidado: era una nota de Silvina Bullrich, publicada en este mismo diario en 1985, e intitulada, sin ir más lejos, "Cumplir setenta años". Bullrich aseguraba haber alcanzado la magna edad el 4 de octubre, yo había cometido el mismo desafuero el 4 de enero.
El paralelismo me aleló. Aunque ella, como novelista, nunca me había interesado en forma particular, más allá del respeto que se le debe a una trabajadora de las letras, supuse que el compartir, por encima del tiempo, una misma experiencia podría darme ánimos para atravesar el Rubicón. Devoré la nota pensando hallar respuestas al evidente cimbronazo que representa para cualquiera la séptima década, no sin repetirme, para mi consuelo, las palabras de una escritora francesa cuyo nombre he olvidado (la pérdida de los nombres resuena como la primera trompeta del Apocalipsis, tras la que acaso llegue la sordera): "Para formar a un viejo se necesitan veinte años, de los sesenta a los ochenta". Eso significaba que yo, en el camino hacia la señora de edad provecta, andaba por una suerte de adolescencia parcial, no de la vida entera sino del último trechito.
A poco de leer a Silvina se me pintó en el rostro una sonrisa, y no de asentimiento. Ninguna de sus afirmaciones, o casi, me despertaba ecos. El desentendimiento era tal que pasé a considerar como un regalo del cielo mi hallazgo inesperado. Son los beneficios del disenso: gracias a que los demás piensan de otra manera, nuestros propios pensamientos se dibujan más nítidos. Sabía desde siempre que mi visión de la vejez no sería quejosa. La lectura de esta nota me reafirmó en mi buena disposición a envejecer, disposición que hasta incluye una imagen idealizada de la postrera etapa.
¿Qué nos decía Silvina, treinta y cuatro años atrás? Después de describir, con una suerte de amarga fruición a lo Simone de Beauvoir, "las carnes fláccidas, la tez estriada por una red de venas rojizas o azuladas", y de agregar: "Mido día a día los estragos que el tiempo ha ejercido sobre mí", la autora produce las frases centrales de su trabajo: "No me gustan los viejos, por lo tanto no me gusto a mí misma. No me gustan los chicos porque son irracionales ni los perros porque son interesados y sólo aman a quien le da de comer. Me gusta el ser humano racional que está en la plenitud de la vida".
La mujer que engorda después de los cuarenta y cinco años y se apresura a taparse con la robe de chambre al saltar de la cama; la que, como decía Louise de Vilmorin, citada por Silvina, está "en la edad en que las mujeres se vuelven rubias"; la que lamenta, con Madame de Récamier, que los jóvenes deshollinadores ya no se vuelvan para mirarla, o aquella cuyas "glándulas se han vuelto afónicas", son analizadas por la autora con la misma impiedad con que diseca al amante maduro cuando fracasa en el amor con una mujer joven. "¿Habrá terminado ya la época de los encuentros, de los ?flechazos´ irracionales?", se pregunta con un terror capaz de hacerla olvidar su preferencia por el ser racional. Y más adelante: "El amor, ¿cómo reemplazarlo y para qué vivir sin él? [?] Después la vida es esta larga monotonía, tal vez menos evidente para quienes nunca fueron apasionadamente jóvenes".
Como ella misma lo advierte, la palabra "terror" recorre el texto de cabo a rabo. Tan acentuados resultan el miedo y la repugnancia a entrar en años, que, a sus ojos, la sórdida descripción de los achaques de Sartre, debida a la citada Simone, sólo se explica por el hecho de que la propia Simone ya no se cocía de un solo hervor cuando los detalló cruelmente por escrito, "pues no hay en su obra anterior nada parecido a una vileza ni siquiera a una indiscreción sobre la intimidad de ambos". En otros términos, Simone se puso vil e indiscreta cuando se puso vieja. Peor aún, se puso mala escritora, al igual que Sartre. En la lista de autores que para Bullrich apenas si se copiaron penosamente a sí mismos después de los sesenta y cinco años, figuran Borges y Mujica Lainez. Sólo la juventud -sostiene- es creadora. El final del texto logra conmover, aunque no convencer, al menos en lo que a mí respecta.
Me he jurado no traicionar a la joven escritora que sacrificó dinero y halagos para dar lo mejor de sí misma a la vocación elegida desde la infancia. Perdón si lo mejor fue sólo eso: la mediocridad no entraba en mis planes y no la elegiré mientras me quede un soplo de lucidez y de esta altanería que me permite mirar al mundo con la frente alta cualesquiera sean los sacrificios materiales y morales, las horas vacías que conforman la vida de un escritor que se niega a estar debajo de sí mismo ya que Dios no quiso que estuviera a la altura de tantos genios universales a quienes soñó parecerse en los días de su fervorosa adolescencia.
No es la única nota conmovedora ni, por supuesto, la única en la que cualquiera de nosotros, a los añosos me refiero, lograría reconocerse. Las numerosas calamidades enumeradas por Bullrich -enfermedades apestosas, amigos muertos, exageradas expectativas que algún sufrido peluquero se ve obligado a desinflar con cara de condolencias- ni siquiera merecen mención a fuerza de ser obvias. La tristeza del artículo, a la que se agrega la de leerlo cuando su autora ya no está entre nosotros, proviene de que está compuesto por verdades de a puño (incluyendo las ironías sobre el veterano falsamente animoso, vestido de "pebete" y convencido de llegar a los noventa porque todos lo encuentran regio). Entonces, ¿qué le falta al texto de Silvina, o qué le sobra, o en qué consiste el que personalmente me haya servido para concluir que la vejez hacia la que me encamino difiere de la suya?
He calificado de "centrales" las frases sobre el disgusto ante los viejos, los chicos y los perros, y el elogio de la racionalidad encarnada en la persona "plena". Es curioso que la escritora haya puesto esas tres categorías en una misma canasta: viejos, chicos y perros suelen entenderse entre sí, acaso porque el mensaje que unos y otros vehiculizan tiene poco que ver con la soberbia.
Acorde con el ejemplo de Silvina, lejos de desarrollar teorías generales sobre la vejez, me limitaré a aguzar los sentidos ante lo que me está sucediendo en carne propia con "los estragos del tiempo". Precisamente para eso es fundamental apelar a la infancia. No sé cómo nos ven los perros cuando cumplimos los setenta, aunque por las miradas de algunos de ellos se deduce que con bastante afecto, pero sí sé con qué ojos contemplan esos catastróficos estragos los chicos que nos quieren.
Hará de esto quince años. Un día, mi nieta mayor, que ahora tiene veintidós, observó enternecida: "¡Qué lindo, Abu, las rayitas que tenés en la piel!". En ese momento la fulminé con un "¿qué rayitas?" bronco y cavernoso que no logró borrarle la sonrisa. "...stas", contestó sin inmutarse, y señaló con el índice las marcas, entonces infinitesimales, que no seguían el dibujo normal de la epidermis, más bien formado por rombos, sino que comenzaban a trazar sobre el brazo un plisadito artístico. Esa total ausencia de censura por parte de una nena, esa anuencia, ese beneplácito frente a una señal de decadencia me recordó el encanto que me producían los lunares celestes y rojos de mi nonagenaria abuela. Al describir la red azulada sobre las mejillas de un viejo, Silvina declina otorgarle a ese viejo la compañía de un chico que le siga con el dedo los arabescos hallándolos preciosos, como el nieto del célebre cuadro de Ghirlandaio cuando mira con cariño la narizota bulbosa de su abuelo, brotada de verrugas.
Para dejar establecidas las diferencias esenciales entre Silvina y quien suscribe, debo decir que me gustan los viejos porque me gustan los chicos y los perros; los perros porque me gustan los chicos y los viejos, y los chicos porque me gustan los perros y los viejos. Esas preferencias hacen que también, como a los viejos, los chicos y los perros, me guste el campo. El hombre en la plenitud suele ser más urbano. Bien mirado, lo que me gusta sobre el planeta sobrepasa lo que me da dentera, comprobación de la que sería falso extraer elementos para un diagnóstico de reblandecimiento precoz. Que muchas cosas me plazcan no significa que la mueca de beatitud se me haya pegado al rostro. Por ejemplo, mi indignación ante la altanería va en progresivo aumento. Frente a ciertos pueblos altaneros como aquellos entre los que transcurre parte de mi vida, ando en vías de volverme un vejestorio de armas llevar.
Sin duda la complacencia ante la entrada en años proviene de los modelos seleccionados. En mi niñez, las mujeres de Buenos Aires no se agostaban resecas ni arratonadas sino que se marchitaban con carne de magnolia, o de jazmín del cabo. Flores machucadas pero pulposas que en los barrios aún quedan, y que en los bailes de tango abundan. En Marsella, Nápoles y Sevilla, donde he vuelto a encontrarlas, me he tenido que morder por no llamarlas "tía" o "abuelita". De chica, la grata redondez de mis parientas mayores, alguna de las cuales alcanzó los cien años, reeditada con retoques por mi apariencia actual, me daba una sensación de permanencia. Es una apariencia ya preparada de antemano, a la que encuentro lista para ponérmela como si la sacara del ropero. Tener a las adultas de mi familia me proporcionaba sosiego y solidez. Ahora que ocupo su lugar -e incluyendo el vértigo de haber quedado en primera línea de fuego-, el tenerme a mí misma y el que mis descendientes me tengan parecería hablar de persistencia, constancia y duración.
Quizá se trate de un caso de narcisismo aun más exacerbado todavía que el de mirarse el ombligo llorando por lo lisito del que ya fue. Un narcisismo al que podríamos expresar en los siguientes términos: puesto que todo lo mío, por serlo, me causa gracia, tampoco mi vejez me contraría. No de otra manera se explicarían la indulgencia y hasta la benevolencia con que me enfrento a las arrugas y, aun más grave, a esta papada colgante, cada vez más tembleque y tirando a vaporosa, que mi madre, de quien la he heredado, solía designar como "moco ?e pavo". En todo caso, la tendencia que con bastante espontaneidad y autonomía se me va perfilando me mueve a no considerar esas abruptas caídas de la carne como mera desposesión.
Acaso sea para distinguir adónde voy que no me he vuelto rubia: preferible rastrear cana a cana el itinerario futuro, viéndolo surgir sin caretita. Aunque quizá también sea por narcisismo que me niego a embadurnarme el pelo negro con un color ajeno. ¿Los deshollinadores ya no se vuelven a mirarme (de todos modos nunca lo hicieron, visto que en Buenos Aires la chimenea se lleva poco)? ¿Los "flechazos" ralean? La situación no se presenta ni mejor ni peor de lo que ha sido, se presenta distinta. Mientras hubo admiradores ennegrecidos por el hollín, o sus equivalentes porteños e internacionales, sinceramente fue un gustazo por el que doy las gracias; desvanecidos entre la humareda, una de las protagonistas del diálogo interior se confabula con la otra frotándose las manos: "¡Al fin solas!".
Es claro que tender a un ánimo desasido no garantiza el éxito de la operación. Uno puede inclinarse a valorizar el tramo de la vejez y fracasar en él igual que en los anteriores (hay jóvenes que fracasan como jóvenes y adultos que fracasan como adultos). Por mucha "energía positiva" (expresión tan detestable como insustituible) que hayamos desplegado, nada nos impedirá terminar mojando los pañales sobre la silla de ruedas y con la baba en el mentón, si el Alzheimer así lo quiere. De anunciarse con tiempo dicha eventualidad, por otra parte nada inevitable, yo aspiraría a tomar las riendas de mi muerte como he tomado las de mi vida, haciendo mutis por el foro con garbo y dignidad (a condición de que el ritmo del hundimiento lo permita y de que, ante los hechos consumados, no me precipite sobre la papilla que me quede en el plato como si fuera ambrosía). Pero la mano tendida hacia el objetivo tiene el poder de suscitarlo: si se envejece con la certidumbre de volverse un carcamán lagañoso de nariz y mentón metidos en la boca (la imagen es de Simone de Beauvoir), lo más probable es que se lo consiga sin molestarse en mover un dedo; si se envejece pensando que lo adquirido pesa más que lo sustraído, en una de ésas se alcanza, dentro de lo relativo del conjunto, una linda vejez.
Al no aludir siquiera a la posibilidad de que lo vivido agregue en vez de quitar, la hermosura de la que hablo no forma parte del universo de Silvina. Su referencia constante a la carne y sus desfallecimientos provienen de la arenga dominante -y negociante-, esa que sobredimensiona el cuerpo, el sexo y la adolescencia con fines productivos; un discurso progresivamente pedófilo, desarrollado a partir de una moda que comenzó por exaltar el modelo andrógino para desembocar en el cuasi infantil. Si el músculo imperioso y la rapidez de las piernas son el valor supremo, es evidente que a la vejez no le quedan grandes ocasiones de lucimiento.
Aunque habría que entenderse sobre el brillar y el competir. Hace un tiempito trabajé en un geriátrico judío de París, recopilando las historias de sus pensionistas. Muchos de ellos habían estado en Auschwitz, todos habían atravesado por situaciones espantosas. A coro repetían una frase que pusimos como título para el texto colectivo: "Sólo por milagro estamos aquí". Lo impresionante era la velocidad del derrumbe, o de lo que a primera vista tomé por tal. La ex resistente que relataba cómo, al llegar la Liberación, había hecho fusilar a su propio novio por colaboracionista, o el polaco igualito a Lenin que había conocido, primero, los campos nazis, y después, los soviéticos, hablaban con voz firme, tenían una memoria de hierro y un fantástico sentido del humor. Días más tarde ya estaban clavados en su silla con la mirada fija en un punto. ¿Se les habría secado el cerebro de un minuto para el otro? Al acercarme a ellos reencontraba, a veces, su mirada, y a veces no. Pero a menudo me apretaban la mano como diciendo: "No te preocupes que todavía estoy".
Hasta que un día me invitaron a un congreso de geriatría. Los especialistas se llenaban la boca con el sinnúmero de animaciones de que gozaban los afortunados viejecitos (y recordemos que oficialmente, vale decir, para entrar en un geriátrico, basta con tener sesenta años): talleres de teatro, de baile, de música, de pintura, de manualidades. Un rabino cuarentón se levantó y dijo: "Yo estoy muy agradecido por todas las actividades que le hacen desarrollar a mi mamá, pero les rogaría que cuando está pensando no la interrumpan. La actividad más importante para ella es recordar su vida y prepararse para su muerte. Para eso necesita estar callada". Me di cuenta de que el viejo sentado mirando un punto se ocupa de lo suyo, exactamente como el chico que juega solo durante horas con dos piedritas. Atosigar al uno y al otro con propuestas "dinámicas" es impedirles trabajar.
Una palabra del texto de Silvina me ha llamado la atención de modo especialísimo: "anacoreta". Al lamentarse por la ausencia de los amigos muertos, la autora vuelve a conmovernos. Se han ido yendo unos tras otros, dice, y la han dejado sola. "Por supuesto -añade-, salvo un anacoreta, todos nos aferramos a nuestros amigos."
¡Cómo no identificarse con esa historia! En los últimos años, entre París y Buenos Aires he perdido nada menos que a doce amigos. Si uno se imagina el espacio que ocupan doce personas en una pieza, podrá visualizar mejor el vacío que dejan. Todavía los lloro. Pero no son lágrimas de apego. Es como si avanzar fuera dejar de "aferrarse", en el sentido de agarrar de la manga a alguien para que nos transmita su potencia, su fluido vital. La presencia de mi hija y de mis nietas (pronto seré bisabuela) agita el aire con una fuerza que decae cuando se van. Sin embargo, la idea de vampirizarlas no me seduce. Tampoco a los amigos que siguen siendo de este mundo los retengo con garfios como de pirata de Peter Pan (es la impresión que transmite la palabra "aferrar"). A los veinte años había que estarse hablando todo el día, a los setenta se consiente en guardar silencio.
¿Anacoreta? Durante algún tiempo he intentado luchar contra una propensión a la soledad, indispensable para escribir, que quizás en más de un viejo se vaya incrementando con el tiempo. Después me convencí: las ganas de estar sola iban ganando por varias cabezas. A esas horas de aislamiento, Silvina las califica de "monótonas". La coherencia de la idea salta a la vista: si sólo tienen derecho a existir los pectorales recios, las ideas comunicables y las actividades visibles, incluyendo las literarias hasta cumplir determinada edad, quedarse quietos no puede menos que matar de aburrimiento. ¿Y si por el contrario esas horas en apariencia vacías estuvieran llenas de un pensamiento intransmisible, desprovisto de estructura, tan parecido al pensamiento "racional" como un cuerpo ablandado por los años se parece al de un atleta, pero tal vez, por eso mismo, más nutritivo? Envejecer puede que se parezca a arrepollarse en un nido, a sumergirse en una bañadera de agua tibia, a irse hundiendo en la siesta. ¿Quién tendría ganas de interrumpir semejante dulzura, y por orden de quién: de algún peluquero, de algún gimnasta perentorio con el silbato en la boca para quien la "tercera edad" sólo es tolerable cuando se hacen flexiones, no cuando se contempla lo de adentro con los ojos cerrados?
Lo que antecede da cabida a dos objeciones, la una de orden general, y la otra, particular. La de orden general, el lector lo habrá adivinado, tiene que ver con el estrato social de viejas y viejos. Silvina Bullrich se lamenta de que el mejor modisto sea incapaz de retener la ansiada juventud. Por mi parte, nunca me he hecho hacer un vestido a medida ni con la costurera de la esquina. Pero ambas, con fortunas distintas, hemos vivido bajo techo y comido, salvo régimen, hasta quedar sin hambre.
Por ende, ni su imagen de la vejez ni la mía se corresponden con la de los ancianos de un grupo de jubilados a quienes entrevisté hace poco. Aquí las quejas no tenían carácter personal. Combatientes de la última hora, el horror económico que los rodeaba les había enseñado la poesía cruel de no pensar más en ellos. No sólo a nadie se le ocurría gimotear por el ombligo perdido, sino que cada uno hablaba de los demás. Escuché historias de abuelos que acababan en el asilo porque los hijos, despojados de sus casas, no tenían más opción que sacarlos del medio. Escuché el ardiente alegato de un diminuto anciano al que la rabia engrandecía, y que clamaba, alzando el puño: "¿Ustedes se creen que nuestros clubes barriales de la tercera edad son para bailar la chacarera? Yo vivo en La Boca. Los conventillos se queman y a los chicos la contaminación les da cáncer de piel. ¿Vamos a recortar figuritas mientras los pibes mueren?". A partir de ese encuentro abrigo el sentimiento de que las propias arrugas, y hasta el moco ?e pavo, con eso lo digo todo, pesan en el recuento lo que un suspiro.
Con respecto a la objeción de orden particular, cabe imaginar que la existencia agitanada que llevo desde mi alejamiento de la Argentina, en 1978, me impide transitar esas "horas monótonas" hallándolas tediosas. Andar a salto de mata, de la Ceca a la Meca, de Herodes a Pilatos y de la cuarta al pértigo no es la mejor manera de acumular montañas de hastío.
Hasta aquí, la defensa de una pasividad senil que se revela activa. Ahora vamos a los bríos. Disiento en forma tajante y absoluta con nuestra autora cuando afirma que la producción literaria válida se detiene, con suerte, a los sesenta y cinco años, y que dejar de escribir implica no traicionar los ideales de la juventud. En cambio la comprendo cuando dice: "Dios no quiso que estuviera a la altura de tantos genios universales a quienes soñó parecerse en los días de su fervorosa adolescencia". En mi caso, Dios o quienquiera que fuese tampoco quiso. El territorio que me ha tocado dista de ser colosal, gracias a lo cual he terminado por recorrerle palmo a palmo las anfractuosidades. No será la tierra prometida, pero tiene la ventaja de ser la propia. Esa capacidad de abarcarla de un solo golpe de vista no ha venido de entrada: si en mi juventud avancé a tientas por una tierra inexplorada, la vejez me ha proporcionado los mapas y la brújula. Sé por dónde puedo ir y por dónde no. La aceptación aumenta la humildad sin que el deseo amaine.
Por lo demás, nunca he trabajado tanto como ahora ni con tanta maña como de zapatero que se sabe su oficio. Diez horas diarias de computadora dañan el esqueleto, pero la otra parte del organismo a la que llamamos alma sale beneficiada. Escribir tres novelas de un saque y matizarlas con trabajitos colaterales tienen seguramente por objeto ganarle al tiempo (mientras haya proyectos, la vida sigue). Pero no sólo se trata de trampas para sobrevivir, también de ganas. A los treinta años tenía que propinarme cachetazos a mí misma para continuar escribiendo en un domingo de sol; a los setenta, los domingos de sol me aterrorizan porque mis amigos amenazan con forzarme a salir.
A las ganas se les suma la claridad. He llegado, como tantos, al momento en que sé lo que me van a decir antes de que lo hayan pensado. La carne nunca me ha parecido triste y no he leído todos los libros, pero sí los suficientes como para anticiparles los finales con escaso margen de error. Lo que Silvina llama la "afonía de las hormonas" me ha dado unos arrestos antes consagrados a asuntos que hoy encuentro menores. Qué suerte haberme enfrascado en ellos mientras los supuse mayores, y qué suerte haberlos abandonado a la corriente como lo que quizás hayan sido, barquitos de papel.
Lo que me alumbra no es un resplandor de los que dejan con moscas en los ojos, sino un fulgor certero que en este año de gracia de 2009 no cambiaría ni borracha por ninguna de aquellas pasiones cuya furia desencadenada me dejaba a los tumbos. "Esta larga monotonía -escribe Silvina- tal vez [es] menos evidente para quienes nunca fueron apasionadamente jóvenes." Tampoco eso lo comparto. Si se ha gozado de una juventud apasionada, puede llegar a gozarse de una apasionada vejez. La cosa está en definir en qué consiste lo ardiente del final. Las diez horas diarias de escritura pueden dar una idea.
Pero no lo son todo. Los setenta, y los ochenta, y los noventa y los cien son el momento de pasar a las cosas serias. Ahora o nunca: ser viejo es encontrarse en medio de la guerra; imposible seguir interesándose en pavadas con estas balas que cada vez silban más cerca. El apasionamiento senil se manifiesta en dos actitudes equivalentes, meditación o ansia de justicia (o si se puede, las dos). Tan fervoroso resulta permanecer con la vista en un punto como blandir el puño gritando "basta"; tan valerosa es la señora que se calla para alistarse a partir como el señor que no quiere bailar la chacarera mientras los hijos de sus vecinos mueren con llagas en la piel.
Me parece muy bien que los ancianos aprovechen la vida, si les da el bolsillo; que visiten las Pirámides vestidos con unos joggings beigecitos y calzados con esas zapatillas cuyas suelas contornean la planta. Para seguir con la metáfora de la costura, hacer el viaje soñado desde siempre no es al divino botón. Sin embargo, así como rechazo la comercialización del discurso pedófilo, impugno la imagen vendedora del senior producido que le gana al nieto adolescente porque gasta más. ¿La consigna obligada es vivir para disfrutar? Hay algo en esa palabra que nunca me ha convencido, como si aludiera a una disfunción, a un disgusto del fruto. Entre disfrutar o fructificar, y entre consumir u ofrecer, Rilke elegía la cosecha y la ofrenda cuando decía que vivir es ir nutriendo el fruto de su muerte.
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