Esta es una pequeña historia de amor. Que tiene setenta años.
Por Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Sábado 30 de mayo de 2009
Pequeña y todo, la hazaña de sus protagonistas podría llegar a eclipsar a otros héroes modernos. Vivir setenta años de dicha amorosa, sin máculas ni retorcimientos, sin discusiones ni indiferencias, tiene acaso más mérito que bombardear a los ingleses en Malvinas o salvarse nadando en la noche de un accidente aéreo. En tiempos de relaciones líquidas y frustraciones rápidas, y conociendo el carácter inestable y, paradójicamente, maldito del amor, acudo lleno de incredulidad a esa casita de La Plata donde, me han dicho, viven como novios un hombre de 92 años y su esposa, de 88.
Me condujeron en el universo de los longevos dos geriatras. Yo buscaba hombres y mujeres centenarios, pero mis lazarillos me explicaron que, a pesar de la extensión de la vida y de que hay cada vez más personas que llegan y cruzan ese umbral etario, me convenía más la lucidez plena, real y conjunta de Germán Gonaldi y Catalina Torres, dos viejos que llevan siete décadas de matrimonio romántico y que son un ejemplo de cómo se puede compartir todo y además vivir mucho y mejor. Cata desciende de longevos y los últimos análisis de Germán le auguran larga vida: "Moriré en perfecto estado de salud", ironiza.
No sé si quiero vivir tanto, no creo en los amores perfectos, no me interesan las historias edulcoradas y, sin embargo, aquí estoy buscando el pelo en la leche y tratando de hacer la tarea más difícil que puede abordar un cronista: narrar una historia feliz.
La pareja estelar tiene tres hijos de 62, 66 y 68 años; ocho nietos y diez bisnietos. Algunos miembros de esa familia montan guardia en el living para escuchar lo que susurramos en el comedor, e intervienen con risas o exclamaciones cuando los patriarcas revelan algún detalle de su pasado que ellos no conocen.
Los "novios" son descendientes de inmigrantes italianos y españoles, gente de campo y, desde hace ya mucho, integrantes de la pequeña burguesía platense. Son oriundos de América, un pueblo situado entre Trenque Lauquen y General Villegas. Pero él vivía en el taller donde su padre mecánico arreglaba coches, tractores y cosechadoras, y ella con su familia de chacareros en las afueras, donde sembraban trigo y criaban corderos y vacas. Se conocieron cuando Cata tenía tres años y aquel pibe de siete le robaba la muñeca mientras sus padres conversaban sobre motores: el mecánico reparaba las máquinas del chacarero, y tenían buena relación.
Con tan extraordinaria memoria, ni Cata ni Germán pueden, sin embargo, recordar cuándo se dieron cuenta de que eran el uno para el otro. Como si el amor entre ellos viniera del fondo de la historia y creciera con naturalidad. Como un árbol, que no necesita explicarse a sí mismo.
Caen escenas de otros tiempos por los ojos claros y acuosos de Germán y por la mirada vivaz de Catalina. Me hablan de un mundo ingenuo y a la vez duro, donde se fiaba y donde se trabajaba de sol a sol. Ahí está él aprendiendo el oficio de su padre y también a tocar el bandoneón: escuchaba tangos y valsecitos en la radio y se daba maña con el fueye y el doble teclado.
Ahí está ella recordando las plagas de los años treinta: un día de abril se levantaron y vieron que había una capa de veinte centímetros de nieve en el suelo. Luego percibieron que no era nieve sino ceniza. Una ceniza sobrenatural que provenía de un volcán chileno y que arruinaba el campo y hundía los coches. Y que obligaba a Catalina a ir a caballo una legua entera cada mañana para no perderse las clases. Cuando se retiró la ceniza, arreciaron sequías devastadoras, y después llegaron las langostas.
Pero mientras esas maldiciones se sucedían, el extraño amor de los hijos del chacarero y el mecánico evolucionaba silenciosamente. Daban la vuelta al perro y se buscaban de ojito. Esas rondas eran el único paseo posible en aquellos tiempos remotos: girar y girar alrededor de una plaza de pueblo. Aunque como el tren llegaba cada muerte de obispo, también era todo un paseo ir a verlo, vestidos de domingo, y comentar la llegada de los forasteros y las novedades de los pobladores que iban y volvían.
Germán se arrimaba a una orquesta de campaña y tocaba pasodobles y rancheras en las fiestas campesinas, y dicen que en un caserío que luego se transformó en un pueblo fantasma y fue rematado y comprado por un terrateniente, los amantes predestinados acercaron posiciones. Igualmente, el contacto definitivo ocurrió más tarde, en el andén de la estación cuando, compungido por tener que dejarla para irse al servicio militar, Germán la sorprendió con un beso en la boca.
Fue tan sorpresivo para ella ese impulso que se le cayó el ramo de flores que llevaba prendido en el pecho. Germán se subió al vagón y se marchó sin decirle nada. Y a partir de entonces hubo cartas de amor y se dio por supuesto que estaban comprometidos.
La familia de Cata vendió el campo y se mudó a Ramos Mejía, donde el novio pidió la mano. La novia estudió corte y confección. Al terminar la colimba, Germán se fue a vivir con su hermano a La Plata y terminó alquilando una casa aquí en el barrio de Tolosa. Se casaron y se fueron de luna de miel a Chivilcoy. Germán había entrado en el Cuerpo de Patrulleros, que custodiaba al gobernador y a los ministros, un trabajo conveniente, pero que no le gustaba ni un poquito: ocho motoristas como él murieron en accidentes durante aquellos siete años.
Germán iba en moto acompañando los autos oficiales y cargaba una pistola Bereta 44, que felizmente jamás utilizó. Luego entró en Gas del Estado como peón y terminó sus días laborales a cargo de una cooperativa del ramo. En aquellos primeros años de transportista casi no tenía tiempo para su familia: "Cata crió a nuestros hijos, ella es la verdadera responsable de que hayan salido personas de bien", me dice.
Tan ocupado estaba que no podía ni siquiera tocar sus tanguitos, por lo que vendió el bandoneón. Quince años después un amigo coleccionista se apiadó del músico silenciado y le regaló otro instrumento, y entonces el hombre siguió con su afición, participó de orquestitas en La Plata, ganó competiciones y deleitó a su familia.
Catalina, en las malas, cosía para afuera y llegó a tener 47 alumnas en el barrio. Y creánme: no hay más. En setenta años no tuvieron jamás conflictos entre ellos ni con terceros. Ni siquiera con sus hijos, que cuando eran adolescentes lo cuestionaban todo. En esa casa se podía cuestionar cualquier cosa menos la bondad de esos patriarcas unidos para siempre.
Los examino por el derecho y por el revés, utilizo a sus familiares para hacerles pisar el palito, pero no cae un problema grave, una lucha de intereses, una esgrima verbal fuera de tono. ¿El secreto de la eterna juventud estará en la bondad?, les pregunto, un tanto perplejo. Asienten como si fuera una posibilidad, no están seguros. Por las dudas me remarcan que nunca discutieron en toda su vida. No les creo. "Ni por la más mínima cosa", me dicen ellos, y la prole del living certifica con la cabeza.
"Mi mamá se llamaba Crista y murió recién a los 101 años -me explica Catalina-. Ella siempre me recomendaba: usted cuando viene el marido con ansias de pelea y discusión se pone un trago de agua en la boca y deja pasar la tormenta". Cata tomó muy en serio esa táctica: durante años dejó pasar los momentos tensos, se mantuvo callada, y como a los tres días, cuando todo se había calmado, arregló tranquilamente la cuestión: "Vistos con frialdad -asegura- al final casi siempre son problemitas".
El bandoneonista de Tolosa admite que era un poco celoso, pero nunca le dieron razones verdaderas y jamás dejó que ese fuego lo quemara. Son longevos porque se toman la vida de una manera armónica. Una geriatra que los conoce muy bien dice que Germán es una especie de monje del Himalaya: vive en paz total y jamás se pone tenso. ¿Ni siquiera por asuntos políticos?, le pregunto. "Nunca -responde con ingenuidad-. ¿Cómo me voy a poner nervioso si soy peronista?" Cuando ven algo desagradable en la televisión, Catalina la apaga sin más: no se dejan intoxicar por ese mundo siniestro. "Tomamos la vida como viene, con música y sentido del humor -dicen-. Y jamás envidiamos. Consideramos que quien envidia es mala persona."
Creen que todo está escrito por el destino y se relajan pensando que deben dejarse llevar por la corriente. Naturalmente optimistas y creyentes, pero no fanáticos, ella es católica y él protestante. Aunque esa levísima diferencia jamás fue motivo de debate o disputa: durante años Germán la llevaba a misa y la esperaba una hora en el auto.
"Hay que acordarse de olvidar todo lo malo y de recordar todo lo bueno", me dicen con sinceridad. Pienso en un chiste de Gila: un tipo le pregunta a un anciano asombrosamente conservado cómo hizo para llegar tan bien a esa edad, y el viejo le revela su secreto: no discutir. El tipo, descreído, le dice: "Vamos, no puede ser por eso". Y el viejo se encoge de hombros y le responde: "Y bueno, no será por eso".
Algo que viene del campo, de los tiempos de una Argentina noble y sencilla, algo que surge de la conexión con la verdadera esencia de los seres humanos y no de los valores artificiales de la modernidad, una cosa que surge de la tierra y del cielo y que pervive en algunos paisanos, tienen estos dos enamorados del barrio de Tolosa.
Presiento ahora que no habrá más revelaciones: no se cuidan demasiado con las comidas, pero no conocen el delivery . Todo es cocina natural y casera. Se despiertan temprano y Germán prepara el desayuno para su amada y toca el bandoneón mientras ella cocina. El vals preferido de Catalina es "Siempre te recuerdo". Duermen la siesta y salen a pasear del brazo, para sostenerse bien, pero también de la mano. Miran la tele y reciben en casa a algún hijo, nieto o bisnieto todos los días. Se duermen juntos temprano: nunca más allá de las 10.30. Y vuelven a empezar.
Hace dos años, aquellas desgracias del 30 regresaron en serie. No fueron la ceniza, ni la sequía ni la langosta. Esta vez fueron las desgracias médicas. En un asado, Catalina se quebró la cadera. Y a Germán se le arrugó el corazón. En el sanatorio, por tanta inmovilidad, Cata padeció también un edema pulmonar. Y luego en el apuro por sacarla de la cama, le produjeron un desplazamiento de la prótesis y hubo que volver a intervenirla quirúrgicamente. Estuvo quieta y acostada cuarenta días más, y le agarró una trombosis. Tuvieron que internarla cuatro o cinco veces. Y Germán pensaba lo peor. Rezaba todas las noches, sin hacer promesas, pero transido de dolor y de espanto. "¿Qué voy a hacer si se me muere la viejita? -se preguntaba-. Si se va, yo me voy enseguida con ella."
Pero Catalina sobrevivió a todas las acechanzas, y fue saliendo lentamente de la emergencia y la postración. Ya se la ve como siempre, muerta de risa, y Germán la mira con un amor, con una fe en ella, que de tan fuerte incomoda. Setenta años después siguen tan enamorados como entonces, aunque la simbiosis de su relación se ha profundizado. No son dos personas sino una, incluso cuando él toma el bandoneón, se lo pone en las rodillas y toca un tango con una digitación sobresaliente. Es un instrumento difícil, pero el bandoneonista de Tolosa lo doblega. Toca luego el vals de su novia infinita. Se me quedó en la memoria solo un verso: "Yo siempre te recuerdo sin cesar".
Me doy cuenta, en ese límite, mientras les toman las fotografías, que no hay fórmulas para el amor perpetuo ni para la longevidad. Los "novios" de La Plata sólo tienen una manera de vivir. Y esa filosofía de vida no se elige. Es la filosofía la que lo elige a uno. Ambos aceptaron lo que vino y tuvieron la suerte de que no los arrollaran el drama o la tragedia. Rechazaron los fantasmas de la ambición, no aceptaron las presiones de la vanidad, ni se metieron en las competencias del ego. No aspiraron a la grandeza y precisamente por ello la alcanzaron.
Ahora les creo que se aman y que ni siquiera discutieron en setenta años de amor dulce y envolvente. Me entristece, sin embargo, no poder ser como ellos. Y saber que como todos nosotros al final fracasarán. Sí, la vida es cruel: sabemos perfectamente que no podemos salir vivos de ella. Pero en este momento especial, en este instante glorioso, hablan con el fotógrafo, los rodean sus hijos y hacen bromas y bromas. Son tan felices.
Son tan felices que son eternos.
LOS PERSONAJES
GERMAN Y CATALINA
La longevidad y el amor
Quiénes son: oriundos de América, provincia de Buenos Aires. El, hijo de un mecánico; ella, de chacareros. Son gente de campo que, sin embargo, se trasplantaron a La Plata, donde llevan vividos setenta años de romance y lucidez plena.
Su familia: tienen tres hijos de 62, 66 y 68 años. Ocho nietos y diez bisnietos.
Secretos de longevidad: comida casera y una filosofía de vida ajena a la ambición, el ego y la envidia.
Secretos de amor: una vida llena de música, compañerismo y buen humor. Y un estado de "enamoramiento perpetuo"
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