Giacomo Leopardi (1798-1837) caracterizó la vejez como el peor de los males. Haya tenido o no razón, lo cierto es que, en su tiempo, los estragos acarreados por los años rara vez encontraban paliativo y constituían una auténtica humillación para quien, preservando su lucidez, tuviera que soportarlos. Tan breve solía ser la duración de la vida, que lo usual era que quien ingresaba a la década de los cincuenta viese próximo el fin de sus días.
Santiago Kovadloff
Para LA NACION
Viernes 9 de octubre de 2009
Muerto a los 39 años, nadie, en su momento, debe haber concebido, como lo hubiéramos hecho nosotros, el deceso del maravilloso poeta que fue Giacomo Leopardi como el de un hombre muy joven todavía. Lo que vale para nuestro tiempo no valía para el suyo.
Su época cultivó, asimismo, una creencia venida de muy lejos que subsistió hasta bien entrado el siglo XX: la de considerar que la sabiduría y la experiencia mejor decantadas eran atributos predominantes del hombre de más edad. Actualmente, estos dos rasgos distintivos del pasado, que a fuerza de habituales pudieron llegar a parecer inamovibles, se encuentran totalmente trastocados. Por una parte, hoy hacen falta bastante más años que en aquel tiempo para ser considerado viejo. Por otra, poco y nada se espera ya, en términos de experiencia o conocimiento estimables, de quienes tienen más de 40 años. Por un lado, la expectativa de vida se ha ensanchado, pero por otro, el valor de la vejez ha sufrido una merma tan pronunciada que roza el desprecio. Si ahora los mayores empiezan a incursionar con cierta dignidad en edades hasta ayer inconcebibles, su palabra, en cambio, ha sido pulverizada por la descalificación creciente que reviste para los más jóvenes. Se vive más pero se significa menos.
Es bien sabido que este giro se explica, en parte, porque el cambio, al acelerarse en casi todos los órdenes, ha desbaratado un sinfín de presupuestos que, durante décadas, dieron sustento a las costumbres y fueron premisa de la comprensión de un amplio espectro de cosas. La fugacidad rige la presencia y el sentido de cuanto nos rodea, aun en los vínculos presuntamente más firmes. El hombre ha aprendido a derrotar la adversidad en incontables terrenos y el mismísimo universo se va convirtiendo, para sus pasos, en una ruta transitable. Pero si bien somos creadores poco menos que fantásticos, somos, a la vez, además de voraces depredadores, criaturas, es decir: seres sujetos a leyes que no producimos ni controlamos. Estamos a su merced y, cabe presumirlo, siempre lo estaremos.
Dos de esas leyes son preeminentes: la vejez y la muerte. No podemos eludirlas. No podemos escapar al vasallaje que a todos nos impone el tiempo. Esta verdad se ha vuelto en nuestros días particularmente hiriente, ofensiva. A medida que el hombre puede más parecería tolerar menos aquellas fronteras de lo real que no ceden a su empuje y vulneran su omnipotencia. De modo que, si los viejos han sido caratulados como aquellos que nada relevante tienen que decir a las generaciones que les siguen, eso se debe también a que encarnan algo profundamente desoído. Algo significativo que no se quiere ver ni escuchar y que, de ser atendido, bien podría contribuir a reconciliar, al menos en alguna medida, las posibilidades que la vida ofrece a nuestra especie con las imposibilidades que aconseja no subestimar.
Toda una ética podría llegar a desprenderse de este reencuentro entre lo posible y lo imposible. Entre el creador que sin duda somos y la criatura que no podemos dejar de ser.
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