En su última obra, La sociedad que no quiere crecer (Ediciones B) , Sergio Sinay reflexiona sobre "el déficit de una adultez íntegra", hoy reemplazada por una idolatría del "marketing del juvenismo"
La Nación
Domingo 1 de noviembre de 2009
Si somos tiempo, como nos recuerda el poeta mexicano Octavio Paz, y si podemos transfigurarlo, como él propone, al hacerlo nos transfiguramos. Esto significa que nos vamos transmutando según avanza nuestra vida, vamos encontrando nuevas formas en la materia prima de la que estamos hechos. Miguel Angel, que tenía el don maravilloso de humanizar la piedra, el mármol, decía con humildad que él se limitaba a quitar material hasta que aparecía la forma (siempre extraordinaria, siempre bella y poderosa) que estaba encerrada allí, en el corazón del elemento. Acaso, como la mano y el cincel del genio renacentista florentino, el tiempo esculpa nuestras vidas: acaso vaya apartando amorosa, cuidadosa, paciente y constantemente lo que es preciso quitar para que emerja nuestro ser esencial, aquello que Jung llamaba nuestro Sí Mismo. (...) Quizás, después de todo, envejecemos para, finalmente, llegar a ser lo que somos, lo que ya estaba en la semilla cuando aún no éramos árbol. ¿No sería extraordinaria que ésa resultase una respuesta a la pregunta por el sentido de la vida? ¿No sería prodigioso que hayamos nacido para averiguar quiénes somos, para descubrir nuestro Ser esencial? ¿No es pecar de soberbios negarnos a ello, dilapidar el tiempo de nuestra vida en el variado y esforzado ejercicio de mantenernos ignorantes? (...)
La alemana Charlotte Bühler, una de las grandes psicólogas humanistas del siglo veinte, recordaba que la pregunta que más la visitaba en su juventud era "¿de qué se trata la vida?" Se propuso estudiar psicología en pos de la respuesta, pero pronto descubrió que esa disciplina sólo le daba datos sensoriales. Se desilusionó, pero no cejó. "A través de la psicología debemos descubrir cómo vivir la vida y para qué vivimos y cómo relacionarnos con los demás", se dijo, y a eso dedicó su mejor energía y su inteligencia. Hacia 1972, poco antes de morir, a los 80 años, confiaba que "la realización personal es la consecuencia de una vida constructiva y considerada, en que incluso la adversidad y el uso creativo del potencial personal llevan al individuo a desarrollarse de manera responsable".
A partir de aquella pregunta inicial, que se efectuó en su juventud, Bühler le dio a su vida un sentido: el de trabajar en la respuesta. Ella comprobó que, cuando alcanzamos nuestra madurez psíquica, hace ya tiempo que físicamente estamos en decadencia. Poderoso argumento para sumar a la idea de que la obsesión por huir de la adultez sólo puede provocar en nosotros una pavorosa disociación, una ruptura de nuestra integridad, la pérdida de los ritmos que hacen a nuestro ser, a nuestra existencia. (...)
La adultez, la madurez, la vejez no son enfermedades; por lo tanto, no se curan. Y menos con fármacos o con cirugías. Hay un enorme alivio y hay un gran potencial que se libera cuando dejamos atrás la obligación de ser eternamente jóvenes. El temor a las crisis de la adultez, que lleva a tantos adultos cronológicos a evadirse de sus funciones, a forzar conductas, a fosilizarse en el rol de púberes eternos, nos convierte en desconocidos para nosotros mismos.
Tener un pasado, tener una vida.
El psicoterapeuta humanista Abraham Maslow (autor del siempre vigente El hombre autorrealizado) sostenía que el deseo de sentido era la motivación fundacional de la existencia humana. Y Viktor Frankl, que acaso profundizó como ningún otro psicoterapeuta y pensador en esta cuestión, decía: "Nosotros sólo vemos las rastrojeras de la caducidad y olvidamos los graneros colmados donde hemos recogido la cosecha de nuestra vida, los hechos consumados, las obras realizadas, los amores que hemos amado y los sufrimientos que hemos soportado con arrojo y dignidad. Esto es lo que constituye el valor de un ser humano, más allá de toda utilidad en el presente, un valor que deriva del pasado y por eso es imperecedero. La sociedad de producción y glorificación de la juventud tiende a despreciar al anciano por su escasa utilidad social, pero el anciano no se merece ni el desprecio ni la compasión. Un joven puede avizorar el futuro, pero el anciano sabe de las realidades del pasado, y eso es lo que cuenta".
(...) ¿Por qué no ser responsables de un pasado que perpetúe lo mejor de nosotros, como propone Frankl? Un pasado que sólo puede ser el fruto de una vida de presentes verdaderos, una vida en la que somos niños durante la niñez, adolescentes en la adolescencia, jóvenes en la juventud, adultos en la adultez y ancianos en la vejez. En armonía con el tiempo externo y con el interno (...) La sabiduría es, en definitiva, aquello que hacemos con nuestras experiencias, el resultado de cómo las procesamos. Si estamos empeñados en repetir hasta el infinito, neuróticamente, las vivencias de nuestra adolescencia, será muy pobre la materia prima con la que podríamos amasar nuestra sabiduría.
Viene al caso un recuerdo del psicoterapeuta y especialista en salud masculina Jed Diamond, quien habla de su amigo Joseph Jastrab, un naturalista y guía forestal que, como él, transita el último tercio de la vida. Y cita una reflexión de ese amante de los árboles: "La imagen de un árbol joven y verde creciendo a partir de la rama de un árbol viejo siempre me ha hecho reflexionar. Pues bien, yo soy el árbol joven que crece como resultado del sacrificio de quienes me han precedido, y también el árbol viejo para aquellos cuya experiencia proyecta un matiz de verdes un poco más pálido que el mío. ¿Qué he aprovechado de mis antepasados, de toda la vida que ha existido antes de mi llegada a este mundo? ¿Qué tengo para dar a los que aún no han nacido? En alguna parte, en el silencio que reina entre estas dos preguntas, está la verdad de quién soy y la posibilidad de la libertad". El silencio que menciona Jastrab es lo que podemos llamar adultez. La adultez se nutre de la respuesta a la primera de las dos preguntas, y se proyecta en la respuesta a la segunda de ellas. Se constituye en ese tramo que va de lo recibido a lo legado. Y creo que cuando nos negamos a transitarlo, cuando nos empeñamos en rechazarlo e ignorarlo, cuando nos empantanamos en una estéril adolescencia sin fin, deshonramos la herencia recibida y fallamos a la misión de legar para que otro árbol tenga una rama a cuya sombra nutricia crecer (...)
Es inútil aferrarse a la adolescencia o pretender regresar a ella. Bien o mal, con plenitud o a medias, lo que nos tocaba vivir allí ya está vivido. Quien pretende ser eternamente adolescente (en sus actitudes, modales, modos de pensar, proyectos, patrones vinculares, conductas sexuales y sociales) padece, como las personas físicamente amputadas, de un síndrome doloroso: el síndrome del miembro perdido. Están convencidos de percibir sensaciones en una parte de sí que ya no existe. Es, en el caso de la edad, una manera de estar disociado y desintegrado. En realidad, la adultez real es la edad de la integridad. (?)
Sería muy nutricio, para nosotros y para el mundo en que vivimos, que creemos y conservemos formas de ratificar y fortalecer nuestra adultez emocional, psíquica y espiritual. Se me ocurren algunas:
Festejar nuestros cumpleaños significativos (los 40, los 50, los 60, los 70, también los 80) sin huir de esas fechas. Dedicarnos ceremonias reveladoras, que no sean regresivas. No festejos adolescentes, sino algo creativo, propio de quienes hemos llegado a ser. Puede tratarse de rituales íntimos o se puede convocar a las personas representativas de nuestro mundo afectivo y vincular presente. Un festejo que nos refleje en nuestro ser actual. Acostarse cada noche en la misma cama de la cual uno se ha levantado en la mañana es un auténtico milagro cotidiano, no un derecho adquirido. Si eso merece una celebración al final de cada día, imaginemos cuánto más lo vale cuando ha sucedido durante casi medio siglo, o más. Y cuando gracias a eso uno ha podido desarrollar sus potenciales, ser el árbol que estaba en la semilla. Esto es lo que festejamos cuando somos adultos integrales.
Hacer un ejercicio de balance permanente que nos permita tener cabal conciencia de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que aspiramos a ser (no a volver a ser). Este balance se puede hacer por escrito, puede tomar la forma de un diario y convertirse en nuestra personal e intransferible hoja de ruta existencial.
Planificar lo que, con extraordinario acierto, el médico naturista alemán Rüdiger
Dhalke llama "una retirada ordenada". Aceptar honestamente aquello que ya no corresponde a nuestro momento existencial y despedirnos de esas actitudes, hábitos, actividades. Hacerlo con agradecimiento, sabiendo que, al mismo tiempo, estamos dejando espacios a quienes vienen detrás de nosotros. Una retirada ordenada es lo contrario de una huida, es saber hacia dónde se va, es tener un panorama de lo que viene, es elegir los pasos a dar y cómo darlos, es prever de qué otros espacios nos iremos retirando, en qué secuencia, y es, también, conectarse con los nuevos espacios a explorar.
Entregar y traspasar elementos físicos (ropa, instrumentos, vehículos, libros, etcétera) que han cumplido su función en nuestra vida y que aún están en condiciones de hacerlo en la vida de quienes nos siguen. Hacer de estos traspasos rituales de festejo, bienvenida y agradecimiento. Podemos hacer esto en cada uno de nuestros cumpleaños, desde los cuarenta (o, si se prefiere, cuarenta y cinco o cincuenta, pero no más allá) en adelante.
Elegir algunos elementos que sean simbólicos de nuestra evolución y de etapas pasadas y quemarlos en una ceremonia íntima, para luego sepultar esas cenizas en un lugar elegido o esparcirlas en un espacio igualmente preferido. Luego, elegir qué elementos serán ahora representativos de nuestra edad y etapa existencial actual.
Optar conscientemente por un nuevo uso del tiempo y ponerlo en práctica.
Con toda honestidad hacia nosotros mismos, hacer un balance de nuestra vida productiva, verificar cómo nos sentimos en relación con ella y preguntarnos si tenemos alguna elección vocacional pendiente. La adultez asumida como tal es el momento en el que podemos cambiar opciones profesionales por opciones vocacionales.
Acercarnos con curiosidad, con afecto y con humildad a quienes son mayores que nosotros, requerirles opiniones y consejos puntuales en cuestiones específicas, respetar sus opiniones, no creer que lo sabemos todo y que ellos no tienen nada para enseñarnos (como hacen los adolescentes). Al hacer de esta actitud un hábito, restablecemos y fortalecemos la cadena de las generaciones, la rueda de la vida, y nos ubicamos en nuestro lugar de adultos integrales. Tomamos de quienes nos preceden y damos a quienes nos suceden.
Cada quien, en su adultez asumida como tal, puede engrosar estas sugerencias con sus propias iniciativas y creaciones. No hay dos vidas iguales; cada experiencia es única. Pero cuando cada vida fluye a través de sus ciclos, la suma de todas las vidas crea una maravillosa totalidad que es más, mucho más, que la suma de las partes. Del mismo modo, cada vida que se estanca caprichosa e inconscientemente en una de esas etapas, no sólo se afecta a sí misma, sino que rompe la armonía del conjunto, perturba a las demás, sean cercanas o lejanas. Como cada ciclo, la adultez es un regalo que la vida nos hace. El más bello modo de agradecerlo es aceptarla, honrarla, vivirla como adultos. Esto es más que un derecho. Es más que una oportunidad. Es un deber. Un deber moral.
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