De joven yo quería ser viejo. Anhelaba, en realidad, ser adorado como un sabio, y quería íntimamente ahorrarme el camino. Es por eso que, como algunos escritores y artistas jóvenes de hoy, yo estaba de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. La vejez, vista desde la más tierna juventud, era prestigiosa: uno podía jactarse de una obra y también de haber sobrevivido a derrotas tremendas. Uno podía ejercer de consejero y ser francamente venerado.
Por Jorge Fernández Díaz
Director de adncultura
Sábado 14 de noviembre de 2009
A medida que crecí y me volví un hombre grande y escéptico, fui sintiendo el secreto e irrefrenable anhelo de colocar la vejez lo más lejos posible. Primero, porque ser medianamente joven y sano es maravilloso, y segundo, porque ya nadie vincula la palabra "ancianidad" con la palabra "sabiduría". Es más, muy pocos piensan que un hombre viejo tenga algo que enseñar. La velocidad de los cambios del mundo jubila a los hombres y mujeres mucho antes de llegar a la tercera edad; en ocasiones, los convierte en dinosaurios laborales durante la plenitud de su madurez.
El mercado y la sociedad mediática, salvo algunas excepciones, no muestran a los viejos ni los atienden ni los escuchan. La cultura de la tecnología nos tiene a todos demasiado ocupados y entretenidos como para que escuchemos las historias y las claves que los viejos tienen para contarnos. Pero los viejos son la memoria de las cosas en carne viva.
No puedo dejar de contar aquí que cuando entrevisté para un libro a mi madre durante cincuenta horas, en mi doble condición de hijo y periodista, quedé asombrado por la cantidad de detalles importantes que desconocía acerca de su vida y también por el enorme número de enseñanzas y revelaciones personales que me dejó ese testimonio decisivo.
Si es verdad que desde niños hasta viejos todo lo que intentamos saber es quiénes somos realmente, escuchar a nuestros ancianos parecería ser una tarea elemental, ¿no? Ellos tienen mucho que contarnos. Mucho. Si alguien es capaz de armar el árbol genealógico de su propia familia, descubrirá que es un pedazo de este tatarabuelo y de esta bisabuela, y que tiene el destino escrito de aquel tío lejano. Imaginariamente, si completáramos esa genealogía, nos encontraríamos con que el árbol entero dibuja nuestro rostro. Y ese fenómeno y esa información esencial no los podemos encontrar en Google ni en Facebook, ni en el telenoticiero de la medianoche.
La vejez, como estado del cuerpo y del alma y como filosofía, es el tema abordado en esta edición, sin matices concesivos, por Diana Cohen Agrest, quien ya buceó para nosotros en temas tan interesantes y complejos como la felicidad, el aburrimiento, la falta de tiempo y el autoengaño.
Termino con Ingrid Bergman y Maurice Chavalier, dos actores que fueron bellos aun en su vejez. Ella es poética y veraz, él es punzante y lúcido. "Envejecer -observó Ingrid- es como escalar una gran montaña. Mientras se sube, las fuerzas disminuyen pero la mirada es más libre; la vista, más amplia y serena." Dijo Maurice: "Envejecer no es tan malo, sobre todo cuando se piensa en la alternativa".
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