Este viernes se cumplirá un mes del incendio que acabó con seis vidas en un hogar para abuelos en Córdoba. Los establecimientos siguen estando en el centro de la polémica.
La Voz
26.9.2010
“Cometimos un gran error”. María Ester y su madre están sentadas en su negocio de calle Santa Rosa, en el centro de Córdoba. “Cuando la internamos ahí, no pensamos nunca que podía pasar lo que pasó”. Aquí comienza el relato de una historia familiar muy parecida a otras muchas, ocurrida en un geriátrico clandestino de barrio Pueyrredón, de esos que no aparecen en los listados gubernamentales ni reciben otro control que el de la mirada de quienes dejan allí a sus parientes.
Desde el incendio que mató a seis internos de La Petite Residence, en el barrio Cerro de las Rosas, el primer día de este mes, los geriátricos quedaron en el centro de las miradas. La tragedia puso en evidencia las irregularidades con que funcionan algunos de estos centros y, más importante aún, acomodó en primer plano el problema creciente del envejecimiento de la población. En Argentina, en Córdoba en particular, no está claro qué piensa hacer la sociedad con las miles de personas grandes que, en un número creciente cada año, son sacadas de sus ambientes familiares y llevadas a los geriátricos hasta que se produzca su muerte.
Malas experiencias. “El problema comenzó cuando tuvimos que sacar a mi abuela de un hogar de monjas donde la trataban muy bien, pero que no admite a personas desmejoradas”, recuerda María Ester. “Ella comenzó con una demencia vascular y debimos sacarla. Luego de buscar mucho, la llevamos a esa casa de barrio Pueyrredón. Al principio nos parecieron normales los cambios: no podíamos ir a visitarla sin antes avisar, la cambiaban de habitación y la tenían casi todo el día en camisón. Pero luego empezamos a ver que la mantenían dormida casi todo el tiempo, muy medicada. Luego la llevaron a dormir a un lavadero en un patio interno de la casa, al lado de un lavarropas, no le cambiaban los pañales y la mantenían sucia por horas. Una vez fuimos a visitarla y nos enteramos que el geriátrico se había mudado a dos cuadras y la tenían durmiendo en un living detrás de un biombo, mientras otros viejitos dormían en la cocina. Se habían mudado a la madrugada para evitar una inspección. Luego adelgazó mucho, siempre que íbamos nos decía que tenía hambre, apareció golpeada, se enfermaba y no llamaban al médico. Nos avisaron de su muerte recién al mediodía, pese a que había sido a las 6 de la mañana. El maltrato se extendió hasta el sepelio, porque se negaron a cambiarla de ropa y la pusieron en el cajón hasta con el pañal sucio. Cometimos el error de no haberla sacado de ahí y de no haberla escuchado, porque cuando contaba que la trataban mal, la dueña del lugar nos decía que no le creamos”.
A Mariana, profesional, que vivió un tiempo en Estados Unidos, le tocó pasar otra situación difícil con su madre en un geriátrico de barrio Cofico. “Antes la teníamos en un buen lugar, pero la crisis en Estados Unidos afectó a mi hermano, que era el que mandaba el dinero, y tuvimos que cambiarla a otro de menor calidad. Mi mamá había tenido tres ACV, necesitaba asistencia las 24 horas y no podíamos tenerla con nosotros. Como suele ocurrir en estas situaciones, tuve un desacuerdo con mi otra hermana, que la terminó llevando a este lugar, donde rápidamente quedó sólo piel y huesos, porque no la alimentaban bien por sonda como debía hacerse y se deshidrató. La enfermera que debía asistirla terminó siendo una empleada sin conocimientos de enfermería y la única persona que se quedaba con los viejos los fines de semana era la empleada de la limpieza. Mi mamá estaba siempre sucia y, como empecé a quejarme, la dueña me dijo que me iba a prohibir la entrada al lugar. Y así fue. Tuve que buscar un abogado, que hizo una presentación en una fiscalía. La dueña del geriátrico le negó el paso al médico enviado por la Justicia y se acabó allanando el lugar. Saqué a mi mamá con una orden del juez, toda escarada y en pésimo estado. Murió a los 45 días”, resume Mariana.
Miedos. Esta historia sobre geriátricos es una historia con nombres cambiados o mantenidos en el anonimato. Muchos de los familiares que las cuentan todavía tienen a sus parientes en los lugares que denuncian, las más de las veces por razones económicas. Los geriátricos con mayores servicios, que cuentan con un plantel completo de profesionales, cuestan unos ocho mil pesos por mes. Otros comienzan por encima de los cinco mil pesos, y van sumando costos extra según las demandas de cada paciente y de cada grupo familiar. En el otro extremo, hay centros que reciben internos a cambio de su magra jubilación, o de los aportes que realiza algún familiar, por debajo de los mil pesos.
Alejandra trabaja como enfermera en un geriátrico. Pide que no se diga ni siquiera el barrio donde funciona para que no la identifiquen y no corra riesgo su trabajo. Es que tiene una tarea escalofriante: “Además de mis obligaciones, he tenido que encargarme varias veces de esconder a los viejos en el baño y en un galpón grande al fondo del patio, cuando vienen a inspeccionar el lugar. Son viejos que están ‘perdidos’, que ni saben qué pasa, y los amontonan ahí por horas hasta que los inspectores se van. A veces, cuando falta lugar en las piezas, también los hacen dormir ahí, en colchones puestos en el piso. Los familiares sólo conocen el salón de visitas”.
Milagros también es empleada, y brinda servicios de salud en varios geriátricos de la zona de Argüello. “Veo el maltrato hacia los abuelos por parte de empleados muy mal pagos, a los que apenas les abona 1.400 pesos por turnos que son de ocho horas pero que algunos días se estiran hasta 16. Veo a mucamas obligadas a hacer de enfermeras y veo las pobrísimas comidas que se sirven al mediodía: fideos, polenta y arroz”.
Decisiones difíciles. Alberto hoy tiene a su madre en uno de los mejores geriátricos de la ciudad, pero todavía no puede olvidarse de lo que pasó hace pocos meses. “Cuando vi la película El hijo de la novia , en la que la protagonista tiene Alzheimer, jamás pensé que iba a tener que pasar por esa situación. Pero me pasó, mi mamá se enfermó, mi padre vivía con ella pero la abandonó, dejó de cuidarla, y tuvimos que aprender todo de cero. Con mi hermana decidimos internarla, pero al poco el tiempo el lugar cerró y nos ofrecieron llevarla a otro”, ubicado en una localidad de las Sierras Chicas. “Es un espantoso lugar, con más de 40 viejitos y sólo dos enfermeros, donde a mi mamá la tenían cagada todo el día, no la cambiaban, estaba con escaras y le daban de comer polenta. Al segundo día se les cayó, se lastimó y no le daban los antibióticos que le recetó el médico. Todos los empleados del lugar estaban contratados por una cooperativa, insolvente, para evitar reclamos laborales. A mi mamá la tuve que secuestrar, la saqué engañada diciendo que íbamos a pasear para que nos dejaran salir”.
Marcela es periodista y se presenta como “una militante de los geriátricos. Me recorrí cerca de 50, en la ciudad de Córdoba y en la zona de Carlos Paz, buscando un buen lugar para mi madre. Entré a lugares con 70 viejos con una sola persona para cuidarlos, a sitios envueltos en un olor a mierda permanente, donde los empleados de noche les quitan el picaporte del lado de adentro a las piezas de los viejos para que no se levantan. Vi a viejos tirados en lavaderos, vi cómo explotan a los enfermeros y los hacen trabajar 16 horas seguidas, vi viejos en estado de vulnerabilidad”.
“Pero –dice Marcela– lo más grave de lo que vi es el papel que cumplimos nosotros como hijos. Queremos que nuestros padres, a los que no podemos mantener con nosotros, están limpios, curados, entretenidos, que los saquen a pasear, y estamos reclamándole al Estado o a otros desconocidos que hagan lo que no hacemos los hijos. Son situaciones por las que todos vamos a pasar y para las que no estamos preparados. Nadie está preparado para cuando debe decidir internar a sus padres en estos lugares”.
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