Quizá no se deja ser uno mismo ni siquiera cuando uno ya no sabe quién es. Este texto sobre el olvido integra Excesos del cuerpo (Eterna cadencia), colección de relatos de distintos autores latinoamericanos, reunidos por Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo
Por Sylvia Molloy
La Nación
Sábado 3 de octubre de 2009
Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva, mientras no haya muerte o clausura, para tratar de entender el estar/no estar de una persona que se desarticula ante mis ojos. Tengo que hacerlo así para seguir adelante, para hacer durar una relación que continúa pese a la ruina, que subsiste aunque apenas queden palabras.
Estos textos no tienen final salvo aquel que está fuera del texto, el que no se dirá en palabras.
Identikit
¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria? Me cuentan que la última vez que la llevaron al hospital le preguntaron cómo se llamaba y dijo "Petra". Una de las personas que estaban con ella vio la respuesta como signo de que todavía era capaz de ironía, se indignó ante las pocas luces del médico que "no entendió nada". Pienso: si es que hay ironía, y no un wishful thinking de creerla capaz de ironía, se trata de una de esas ironías que llaman tristes. ¿Petra, piedra, insensible, para describir quién se es?
Retórica
A medida que la memoria se esfuma me doy cuenta de que recurre a una cortesía cada vez más exquisita, como si la delicadeza de los modales supliera la falta de razón. Es curioso pensar que frases tan bien articuladas -porque no ha olvidado la estructura de la lengua: hasta se diría que la tiene más presente que nunca ahora que anochece en su mente- no perdurarán en ninguna memoria. Esta mañana cuando llegué dormía profundamente, después de la frenética alteración de ayer. Abrió los ojos, la saludé, y dijo "Qué suerte despertar y ver caras amigas". No creo que nos haya reconocido; individualmente, quiero decir. Hace dos días, antes de la crisis, le pregunté cómo se sentía y me dijo "Bien porque te veo". A la enfermera hoy le dijo "Estás muy linda, te veo muy bien de cara", a pesar de que era la primera vez que la veía y que la enfermera no hablaba español. Traduje, y la enfermera la amó en el acto. También la amó en el acto, recuerdo, una mesera negra dominicana que nos atendió un día en un café, cuando todavía andaba por la ciudad sin perderse. La mujer nos oyó hablar español y cuando le dijimos de dónde éramos no podía creerlo, dijo que no nos imaginaba latinoamericanas porque éramos de "raza fina". Como un rayo ella respondió "Raza fina tiene la gente buena".
A una amiga que no la ve desde hace tiempo y a quien llevo a visitarla: "¿Querés que te muestre la casa?". Y ante nuestra sorpresa nos lleva de cuarto en cuarto como si se acabara de instalar y nosotros la visitáramos por primera vez.
Lógica
Opera impecablemente por deducción, con lo cual compruebo, una vez más, que para pensar razonablemente no es necesaria la razón. Como siempre me pregunta por E., aunque a estas alturas el nombre para ella se ha vaciado, cuando la ve igual me dice, cuando me despido, "cariños a E.", como si no estuviese allí. Le contesto que E. está bastante cansada, hoy tuvo un día largo en el juzgado. Por supuesto, me contesta, es verdad que ustedes andan complicadas con ese juicio terrible. No, me apresuro a contradecirla, no, como para ahuyentar la posibilidad de que sus palabras tengan poder convocatorio, no, qué esperanza, simplemente tuvo un día largo en el juzgado porque allí trabaja, es abogada. Me parece que la desilusiono. Creo que su explicación, en cierto sentido perfectamente lógica (juzgado, por ende juicio), le gustaba más. Era por cierto más dramática.
Cuestionario
Recuerdo otro ejemplo de lógica, este poético. Cuando todavía la llevaba a la clínica donde le hacían estudios para evaluar la pérdida gradual de la memoria, le pedí un día que me contara qué tipo de preguntas le hacían. Me preguntaron qué tienen en común un pájaro y un árbol. Yo, intrigada: ¿Y vos qué contestaste? Que los dos vuelan, me dijo, muy satisfecha. Pensé que sin duda la pregunta había sido otra, pero nunca llegué a saberlo. O quizás no. Acaso algo tengan en común, el árbol y el pájaro.
Al recordar este incidente me vuelve otro en el que ella no participa. En una de esas visitas a la clínica, mientras a ella le hacían los estudios y yo esperaba, me tocó compartir la sala de espera con otra desmemoriada, acompañada por una pareja joven, acaso el hijo y su mujer. También esperaba a que le hicieran estudios. Escuché cómo le hacían preguntas, entrenándola para que contestara bien. ¿Quién es el presidente de los Estados Unidos? ¿Cuál es la capital de este país? Querían que quedara bien, que no hiciera mal papel. Pero no le preguntaron qué tenían en común el árbol y el pájaro.
Traducción
Como la retórica, la facultad de traducir no se pierde, por lo menos hasta ahora. Lo comprobé una vez más hoy, al hablar con L. Le pregunté si el médico estaba al tanto de que M. había sufrido un mareo y me dijo que sí. Por curiosidad le pregunté cómo le había transmitido la información, ya que L. no habla inglés. Me lo tradujo M., me dijo. Es decir, M. es incapaz de decir que ella misma ha sufrido un mareo, o sea, es incapaz de recordar que sufrió un mareo, pero es capaz de traducir al inglés el mensaje en que L. dice que ella, M., ha sufrido un mareo. Es como lograr una momentánea identidad, una momentánea existencia, en ese discurso transmitido eficazmente. Por un instante, en esa traducción, M. es .
Running on empty
En dos ocasiones se ha producido como una descarga en su memoria y surgen fragmentos desconectados de un pasado que parecía para siempre perdido, como islas de sinsentido que deja un tsunami cuando retrocede. Es como si se despertara de una larga apatía con una excitación febril: habla sin parar, hace preguntas, planes, se muestra previsora, eficiente. En una ocasión empezó a dar órdenes, no manden todavía ese texto a la imprenta, tengo que mirarlo, luego hay que dárselo a X. y necesito hablar con esa muchacha que se ocupa de las cosas de Victoria. No hablaba de Victoria desde hace años, pero no me atrevo a preguntarle por ella, me atengo a su guión. Sí, le digo, no te preocupes, no voy a mandar nada antes de que vos lo veas.
Creo que no le costaría corregir el estilo de un texto, aun cuando no entendiera nada de lo que dice. Yo misma de vez en cuando recurro a ella: ¿se dice de esta manera o de tal otra? Invariablemente acierta.
Trabajo de cita
Recuerda poemas, fragmentos de Aristófanes en griego, algún poema de Darío. Surgen las citas de improviso, alguna frase de Borges. Hoy (¿pero qué es "hoy" para ella?) se acordaba de pedacitos de versos de claro corte neoclásico, algo de asir por la melena al león ibérico, por un momento pensé que provenían de esa parte del himno nacional que no se canta, pero no, eran versos todavía más belicosos y ripiosos. Le pregunté por qué se acordaría de esos versos, y me contestó con muy buen tino que seguramente porque había en ellos palabras que de chica le gustaban por raras, como el verbo asir . Es perfectamente razonable lo que me dice, pienso, incluso inteligente. ¿Cómo puede ser esta la misma persona que me pregunta, acto seguido y por enésima vez, si hace frío afuera y me pregunta si quiero tomar el té cuando acabamos de tomarlo?
Pero las citas que mejor funcionan son las que provienen de la doxa burguesa, las que remiten al código de las buenas maneras. Esas, y los restos de otro archivo que en vida acaso haya juzgado menos noble. Le digo: "veinte años no es nada" y sin vacilar empalma: "que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra".
Libertad narrativa
No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar. En su presencia le cuento alguna anécdota mía a L., que poco sabe de su pasado y nada del mío, y para mejorar el relato invento algún detalle, varios detalles. L. se ríe y ella también festeja, ninguna de las dos duda de la veracidad de lo que digo, aun cuando no ha ocurrido.
Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir.
Ceguera
Durante un tiempo entretuve una teoría que acaso sea acertada. Recordaba que a Borges siempre le había costado hablar en público, al punto que cuando le dieron el premio nacional de literatura tuvo que pedirle a otro que leyera su discurso de agradecimiento. Yo solía identificarme con esa timidez para hablar, yo que casi no podía dar clase y tenía que imaginar que no me miraba nadie para no tartamudear. Hasta que se me ocurrió que Borges solo había podido superar esa dificultad (la voz se estrecha, no queriendo salir, y cuando por fin sale, tiembla) al quedarse ciego, porque entonces no veía a su público, por ende el público no existía.
Ahora, cuando la visito me ocurre lo contrario. Hablo y hablo (ella no aporta nada a la conversación) y cuento cosas divertidas, e invento, ya lo he dicho, cada vez con más soltura. Y no es que tenga que imaginarme a mí misma ciega sino que es ella la que no ve, no reconoce, no recuerda. Hablar con un desmemoriado es como hablar con un ciego y contarle lo que uno ve: el otro no es testigo y, sobre todo, no puede contradecir.
Rememoración
Más de una vez me encuentro diciéndole te acordás de tal y cual cosa, cuando es obvio que la respuesta será negativa, y me impaciento conmigo misma por haberle hecho la pregunta, no tanto por ella, a quien el no acordarse no significa nada, sino por mí, que sigo lanzando estos pedidos de confirmación como si echara agua al viento. ¿Por qué no le digo "sabés que una vez" y le cuento el recuerdo como si fuera un relato nuevo, como si fuera relato de otro que no pide identificación ni reconocimiento? Lo he hecho alguna vez, le cuento cómo una vez fuimos a Buenos Aires juntas y nos pararon en la aduana porque ella llevaba una bolsita con un polvo blanco y los vistas no le creyeron cuando les dijo que era jabón en polvo, "usted cree que aquí no hay jabón de lavar, señora", y nos tuvieron horas esperando a que analizaran el polvo. Ella se divierte, piensa que exagero, yo hice eso, me dice, con retrospectiva admiración.
Pero sigo diciendo te acordás porque estoy acostumbrada a encontrar en esos pedacitos de pasado compartido los lazos cómplices que me unen a ella. Y porque para mantener una conversación -para mantener una relación- es necesario hacer memoria juntas. Pero ahora ella -es decir, su memoria- ha dejado sola a la mía.
De la propiedad en el lenguaje
"¿Te conoce todavía?", me preguntan. "¿Cómo sabés que todavía te conoce?". Efectivamente no lo sé, pero habitualmente respondo que sí, que sabe quién soy, para evitar más expresiones de pena. Sospecho que si L. no le dijera mi nombre, antes de pasarle el teléfono cuando la llamo, o antes de abrirme la puerta cuando la voy a visitar, sería una extraña para ella. De hecho, la mención de mi nombre ha perdido su capacidad de convocar el más mínimo pedacito de recuerdo, no le provee ninguna información. La mención de mi nombre la impulsa a preguntarme por E. y por "el gato", pero me consta que no sabe quién es E. porque me ha preguntado por ella en su presencia. En cuanto a la mención del "gato" así, anónimo, es una expresión más de sus buenos modales. O acaso un lejano recuerdo de un arquetipo platónico, como si me preguntara por la gatidad.
Ayer descubrí que me había vuelto aún menos yo para ella. La llamé y a pesar de que L. le pasó el teléfono diciéndole quién llamaba me habló de tú -de tú y no de vos- durante la conversación. Fue una conversación cordial y eminentemente correcta en un español que jamás hemos hablado. Sentí que había perdido algo más de lo que quedaba de mí.
Silabeo
Hace tiempo que inventa palabras, como hablándose a sí misma en un lenguaje impenetrable. Ayer cuando la fui a ver repetía jucujucu . Le pregunto qué significa; nada, me dice, es una palabra que inventé. Luego empezó a contar las sílabas con los dedos, rítmicamente, JU-CU-JU-CU. Qué lástima, dice, mirándose el dedo meñique, tiene una sílaba de menos. Por qué no se la agregás, sugiero; puede ser JU-CU-JU-CU-JU. Intenta de nuevo y esta vez hay un dedo para cada sílaba. Qué suerte, dice, y sonríe satisfecha.
Como un ciego
Cuando empezó a perder la memoria (digo mal: solo puedo decir cuando yo noté que empezaba a perderla) empezó a usar mucho más las manos. Llegaba a un lugar conocido y se ponía a tocar cuanto había sobre una mesa, un estante, como un chico toquetón, de esos para cuyas visitas hay que preparar la casa escondiendo objetos o poniéndolos fuera de su alcance. Tomaba un objeto en la mano y lo volvía a colocar no exactamente en el lugar donde lo había encontrado sino levemente corrido hacia la derecha o la izquierda, como quien quiere corregir un error encontrando el emplazamiento justo. Todo esto en silencio y con enorme aplicación. Nunca le pregunté por qué lo hacía aunque más de una vez, de nuevo como a un chico, le dije irritada "por favor no toques nada". Me costaba aceptar que había empezado a poner en práctica, instintivamente, la memoria de las manos. Como la Greta Garbo de Reina Cristina estaba recordando objetos, no para almacenarlos en su mente para un goce futuro sino para orientarse en el presente. Con las manos: su mente ya no los reconocía.
Que no lee y escribe
De vuelta de Buenos Aires fui a visitarla, le llevé los consabidos alfajores, te traje un regalito de la patria, le dije, al darle la caja. Ay qué lindo, qué es, contestó extendiendo la mano para recibirla, como un chico ávido. Mirá la caja, le dije, y me di cuenta de que ya la estaba mirando, y me di cuenta también de que ya no podía leer. Alfajores, le dije, pensando que llegaría el momento en que tampoco sabría lo que quiere decir la palabra alfajor .
Fractura
Hace una semana me atropelló una bicicleta y me rompió la pierna. Pasé días en el hospital, atontada por los calmantes, en una nebulosa durante la cual -me dicen- hablaba muy animada con quienes me venían a visitar y abundantemente por teléfono. No me acuerdo de nada: ni con quién hablé por teléfono ni qué les dije a los que me vinieron a visitar. Recuerdo, sí, en uno de esos interminables días en que miraba la pared frente a la cama de donde colgaba un abultado televisor, que M. se había roto el fémur hace unos años y que la estadía en el hospital la había desquiciado más de lo habitual. Oía hablar a la mujer que ocupaba la cama contigua con alguna visita y decía, molesta: "Quién dejó entrar a esa gente, hay que pedirles que se vayan", como quien quiere ahuyentar a la chusma. O, reparando en un televisor similar al que yo miraba desde mi cama de hospital, colgando de la pared, decía con gran irritación: "Qué hace esa valija allí, no es lugar, hay que bajarla". Creía que estaba en su casa e intentaba poner orden, restaurar la tranquilidad. Lo que no creía era que la pierna operada y ahora vendada fuera suya, la miraba con desconfianza y más de una vez preguntó de quién era; cuando se le dijo que era suya dijo sorprendida ¿ah sí?, como si de repente descubriera algo.
Ilimitada
En la semana que ha pasado desde mi accidente, en la que no he podido moverme mayormente, ni leer demasiado porque no logro concentrarme, la memoria se ha puesto a trabajar febrilmente. He recordado minuciosamente la familia de mi madre, de mi padre, he pensado en mi hermana, he revivido los años que vivimos juntas en París, he repasado otras largas estadías en esa ciudad con otra gente, han venido a mí día y noche, sin dejarme dormir o desconectarme, pedazos de pasado, desde lo trivial hasta lo traumático, con una insistencia molesta, como si el reposo total y la incapacidad de pensar de modo sostenido creara un pozo sin fondo que fuera necesario -mejor: urgente- rellenar para no ceder al pánico. Y pienso en M., que durante su convalecencia no experimentó ese abarrotamiento digno de Funes, en M., que ni siquiera recordaba haberse roto la pierna aun cuando la tenía delante. Pienso que acaso en esa instancia -y sólo entonces- le haya tocado a ella la mejor parte. La memoria no necesariamente cura.
Volver
Anoche soñé que estaba como antes, lúcida, la memoria intacta. Me contaba que había decidido regresar a la Argentina, volver a terminar su vida allí. Esto me lo decía muy serena, como quien ha tomado una decisión después de mucho pensar, hasta casi contenta. Sonreía, movía la cabeza y sacudía el pelo que tenía largo, como nunca lo tuvo, pero a pesar de eso yo sabía que era ella. Al despertar recordé que por la tarde había estado leyendo un relato de regreso, donde un personaje vuelve al país que ha dejado hace muchos años con la ilusión de reanudar -o inventarse- la vida que cree recordar y que añora, una vida mejor. En cambio encuentra un país militarizado, un arresto arbitrario, y por fin la muerte. Y pensé que de algún modo en mi sueño le estaba trasladando la anécdota a ella, como para corregir ese cuento despiadado. Porque sólo el olvido total permite el regreso impune; de algún modo ella ya ha vuelto.
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