Gerontologia - Universidad Maimónides

Marzo 05, 2005

"El mundo actual ya no es el mío"

ENTREVISTA: CLAUDE LEVI-STRAUSS

Referente para varias generaciones de intelectuales, ya próximo a cumplir un siglo, Claude Lévi-Strauss repasa aquí los años que pasó en Brasil, cuando realizó los estudios etnográficos que marcaron el rumbo de la antropología estructural. En la charla aparecen el impacto colosal de la "selva virgen" y de la formación urbana, así como los cambios que sufrió nuestra relación con los pueblos "primitivos", con sus ritos y su cultura.

VERONIQUE MORTAIGNE
Clarín
05.03.2005

- —¿Es posible quedar marcado físicamente y para siempre por un país?
- —Sin duda. Cuando yo fui a Brasil, en 1935, para enseñar sociología en la Universidad de San Pablo, mi primer impacto fue la naturaleza, tal como todavía era posible contemplarla sobre las pendientes de la Serra do Mar, entre San Pablo y el puerto de Santos. Allí existía un desnivel de 800 metros tan abrupto que la civilización había desdeñado el lugar en beneficio de la selva virgen. Al desembarcar en Santos se tenía un contacto breve pero inmediato con lo que el Brasil del interior, a miles de kilómetros de allí, todavía podía reservar. En el interior me encontré de nuevo con una naturaleza absolutamente distinta de la que había conocido... Pero hay otra dimensión a la que no siempre se le presta atención y que para mí fue fundamental: el fenómeno urbano. En 1935 decían que se construía una casa por hora en San Pablo. Había una compañía británica que abría los territorios al oeste del Estado y construía una línea de ferrocarril y urbanizaba una ciudad cada quince kilómetros. En esa época, uno de los grandes privilegios de Brasil era poder asistir, de manera casi experimental, a la formación de ese fantástico fenómeno humano que es una ciudad.
- —¿Toda ciudad?
- —En nuestro país, la ciudad es a veces sin duda el resultado de una decisión del Estado, pero sobre todo de millones de pequeñas iniciativas individuales tomadas a lo largo de los siglos. En el Brasil de los años 30 se podía observar cómo se producía todo el proceso en unos años. Como yo ejercía la etnografía, los indios fueron para mí esenciales, pero esa experiencia urbana ocupó un lugar muy importante, y los dos Brasil coexistían. Novelistas como Euclides da Cunha —autor del clásico Os SertÉes— describieron magníficamente a ese Brasil. También conocí muy bien a Mario de Andrade: musicólogo, poeta, fundador de la Sociedad de etnografía y folklore de Brasil. Fuimos muy amigos.
- —De Andrade había imaginado con mucho humor, en su novela "Macunaima", a un indio de Amazonas mentiroso y haragán, convertido por su matrimonio en emperador de la selva virgen, que terminaba recalando en San Pablo para recuperar un amuleto antes de ser transformado en constelación: la Osa Mayor. Ese espíritu indígena, ese vínculo entre ciudad, selva y mito, ¿perdura? ¿Siguió su rastro?
- —Sigo la evolución de los indígenas que había estudiado a través del pensamiento, y gracias a mis colegas mucho más jóvenes, sobre todo de la universidad de Cuiaba, en el Mato Grosso, que trabajan con los Nambikwaras. Me escriben, me envían sus trabajos. Esos pueblos han soportado pruebas terribles: han sido casi exterminados. Pero lo que se produce actualmente es de sumo interés. Estos pueblos se han puesto en contacto unos con otros. Saben ahora lo que durante mucho tiempo ignoraron: ya no están solos en el universo. En Nueva Zelanda, Australia o Melanesia existe gente que, en épocas diferentes, pasó por las mismas pruebas. Toman consciencia entonces de su posición común en el mundo. Naturalmente, la etnografía ya no será nunca lo que yo pude practicar en mi época, cuando la cuestión era encontrar testimonios de las creencias, de formaciones sociales, de instituciones nacidas en total aislamiento respecto de las nuestras y que constituían por lo tanto aportes irreemplazables al patrimonio de la humanidad. Ahora, estamos, por así decirlo, en un régimen de "compenetración mutua". Vamos hacia una civilización a escala mundial. En la que probablemente aparecerán diferencias —al menos, eso esperemos— pero que ya no serán de igual naturaleza.
- —La rapidez de desplazamiento, la velocidad de propagación de las culturas, la comunicación, son factores determinantes...
- —Antes mis colegas y yo nos tomábamos barcos mixtos que después de muchas escalas tardaban diecinueve días en llegar a América del Sur, deteniéndose en las costas españolas, argelinas, africanas. De Africa, dicho sea de paso, solamente conozco las escalas que hice en los viajes a Brasil ida y vuelta.
- —¿Qué significa hoy Brasil para usted?
- —Representa la experiencia más importante de mi vida por el alejamiento, por el contraste, pero también porque determinó mi carrera. Tengo una deuda muy profunda con ese país. Abandoné Brasil a comienzos del año 39 y recién volví brevemente en 1985, cuando acompañé al presidente Mitterrand para una visita de Estado de cinco días. Aunque fue muy corto, ese viaje me produjo una verdadera revolución mental: Brasil se había convertido en un país totalmente distinto. En los 30, San Pablo tenía apenas un millón de habitantes y en 1985, más de diez millones. Los vestigios de la época colonial habían desaparecido. San Pablo se había transformado en una ciudad bastante horrorosa, erizada de rascacielos, a tal punto que cuando quise volver a ver, no la casa donde había vivido —seguramente ya no existía— sino la calle donde había vivido, pasé la mañana bloqueado en embotellamientos sin poder llegar. La urbanización hizo desaparecer su naturaleza; el río Tietè, que fue fundamental en la conquista del interior de Brasil, está moribundo...
- —Ese relajamiento de los vínculos entre el hombre y la naturaleza ¿no es característico de nuestra época?
- —Ya en mi tiempo, la naturaleza de San Pablo había cambiado mucho. El vínculo entre el hombre y la naturaleza quizá se haya roto y, al mismo tiempo, se puede comprender que Brasil, desarrollado tan notablemente, tenga respecto de la naturaleza la misma política que Europa en la Edad Media: destruirla para instalar una agricultura.
- —¿Volvió a ver a sus amigos, los indios Caduveos, Bororos o Nambikwaras, que usted había estudiado?
- —En 1985, Brasilia era una de las etapas del viaje presidencial. El diario O Estado de Sao Paulo me propuso llevarme a ver a los Bororos, un viaje que me había costado mucho en 1935, pero que, en avión, se podía hacer en unas horas. Subimos una mañana a una avioneta que transportaba solamente tres pasajeros: mi mujer, una colega brasileña y yo. El avión voló sobre los territorios Bororos, pudimos incluso divisar algunas aldeas todavía con su estructura circular, pero cada una tenía ahora una pista de aterrizaje. Y después de sobrevolarlas, el piloto nos dijo: Podría aterrizar, pero las pistas son tan cortas que tal vez no pueda volver a despegar. Renunciamos y regresamos a Brasilia atravesando una tormenta espantosa. Creo que nuestra vida nunca se había visto tan expuesta, ni siquiera en la época de mis expediciones. Llegamos apenas a tiempo para que mi mujer se pusiera un vestido de fiesta y yo un smoking para asistir a la cena de gala ofrecida por el presidente de Brasil a Mitterrand. Todo eso mostraba hasta qué punto había cambiado el país. No volví a ver a los Bororos en carne y hueso, pero sobrevolé el Bermejo, un afluente del Paraguay que me había llevado varios días remontar en piragua, y que ahora está bordeado por una ruta asfaltada.
- —La fotografía, a la que se ha dedicado con entusiasmo, ¿puede fijar esos mundos perdidos?
- —Nunca le di mucha importancia a la fotografía. Tomaba fotos porque era necesario, pero siempre con la sensación de que representaba una pérdida de tiempo, una pérdida de atención. Sin embargo, me gustaba mucho y me dediqué a la fotografía en mi adolescencia. Mi padre era pintor y trabajaba mucho con la fotografía. Pero la fotografía era un oficio aparte, por así decirlo. Lo que yo hice es un trabajo de fotógrafo en el grado cero. Publiqué un libro de fotos —Saudades do Brasil, que podría traducirse Nostalgia de Brasil, en 1994— porque a mi alrededor insistieron mucho. El editor eligió un poco menos de 200 clisés entre montones de otros. Durante mi primera expedición a los Bororos había llevado una pequeña cámara portátil y cada tanto oprimía el botón y tomaba algunas imágenes, pero en seguida me hastié porque cuando uno tiene el ojo detrás de un objetivo de cámara no se ve lo que pasa y se comprende menos todavía. Quedaron algunas migajas que en total hacen más o menos una hora de fragmentos de películas. Las encontraron en Brasil, donde yo las había abandonado y las mostraron una vez en el Centro Pompidou. Además, voy a hacerle una confesión: las películas etnológicas me aburren enormemente.
- —¿Qué pasa con el Museo del Hombre, inaugurado en 1938?
- —El Museo del Hombre se encamina hacia un nuevo destino. Fue concebido siguiendo una fórmula muy ambiciosa pero que, en mi opinión, ya no responde a las realidades del momento. Su objeto era unir la prehistoria, la antropología física, la etnografía, que tomaron en cada caso caminos divergentes. En el caso de la etnografía, el Museo del Hombre pretendía mostrar cómo vivían aún en 1920 y 1930 los pueblos lejanos que los etnólogos iban a estudiar. Eso ya no responde al presente. Si quisiéramos mostrar cómo vive hoy una población melanesia, desconocida en 1930, habría que poner en la vitrina bolsas de café y autos Toyota junto a algunos utensilios tradicionales. Y sería una imagen mentirosa. La idea general del futuro museo del Quai Branly es recoger todo lo que estas civilizaciones han producido de grande y bello, teniendo en cuenta que son testimonios del pasado. Eso responde bien a la relación que esas civilizaciones pueden y deben mantener con su pasado, y a la que podemos mantener hoy con ellas.
- —¿Es posible que un objeto sacado de su contexto ritual, comunitario, conserve su sentido?
- —Una máscara que tiene una función ritual es también una obra de arte. El enfoque estético no me inquieta en absoluto. El Museo del Louvre es ante todo un museo de bellas artes. Tiene, por lo tanto, un espíritu, una función estetizantes. Nunca impidió que la historia o la sociología del arte se desarrollaran, ni que los conservadores de ese museo fueran muy buenos estudiosos. El hecho de suscitar el interés o la emoción del público a través de objetos bellos no me preocupa para nada. La estética es una de las vías que le permitirá descubrir las civilizaciones que los produjeron. Y así algunos se convertirán en historiadores, observadores, estudiosos que se dedicarán a esas civilizaciones.
- —Usted coleccionó objetos y llegó a comparar los mitos, tema de sus investigaciones, con "objetos muy bellos que no nos cansamos de contemplar". ¿Todavía le encantan?
- —Siempre he amado los objetos, desde la infancia, el baratillo. En un tiempo, los objetos que llamábamos primitivos eran accesibles a los bolsillos modestos. Con André Breton, por ejemplo, cuando estábamos en Estados Unidos, sabíamos que esos objetos eran tan bellos como los de otras civilizaciones; y que podíamos comprarlos por casi nada. Todos los objetos ahora tienen un precio tan alto que lo único que se puede hacer es mirarlos de lejos sin pensar en tenerlos. Si las condiciones se hubieran mantenido, seguramente seguiría coleccionando. En 1950, tuve problemas personales y a toda costa tenía que comprar un departamento. Tuve que separarme de mi colección. Hoy veo pasar objetos que me pertenecieron. El Quai Branly compró el extremo superior de un tocado de indio de la costa noroeste de Canadá que se encontraba, no sé cómo, en una colección en la provincia. En el Louvre hay una máscara de transformación kwaktiul. También se podrán ver objetos que reuní para el Museo del Hombre durante mis expediciones; sufrieron mucho durante la guerra y luego por las malas condiciones de calefacción. Los tocados de plumas se arruinaron mucho. Las plumas estaban pegadas con resina o cera y en la época que yo traía mis colecciones, pensaban que debía inundar mis cajas con un desinfectante cuyos vapores disuelven esas resinas.
- —Usted es melómano. Su libro "Mitológicas" arranca con una obertura y cierra con una finale. En "Lo crudo y lo cocido", el primero de los cuatro volúmenes de "Mitológicas", comienza recitando un canto Bororo: la melodía del buscador de pájaros. ¿Analizó su música?
- —No, para nada, no soy etnomusicólogo; no estudié sus cantos. En algunos casos me impresionaron, en otros me emocionaron. Por otra parte, una de mis primeras emociones fue la de las ceremonias que se desarrollaban cuando conocí a los Bororos. Acompañaban sus cantos con sonajeros que manipulaban con tanto virtuosismo como un director de orquesta su batuta. Hace unos meses recibí la visita de dos indios Bororos que acompañaban a dos investigadores de la universidad de Campo Grande del Mato Grosso, donde ellos mismos enseñan. Quisieron, en mi oficina del Collège de France, por su propia iniciativa, cantar y bailar para mí. Esa es una de las paradojas en las que vivimos: esos colegas Bororos conservaban toda la frescura y autenticidad de una música que yo había escuchado sesenta años antes. Fue muy emocionante. La música es el misterio más grande que enfrentamos. La música popular brasileña de mi tiempo era, además, sumamente sabrosa.
- —¿Qué diría del futuro?
- —No me pregunte nada de eso. Estamos en un mundo al que ya no pertenezco. El que conocí y amé tenía 1.500 millones de habitantes. El mundo actual tiene 6 mil millones de humanos. Ya no es el mío. Y el de mañana, poblado por 9 mil millones de hombres y mujeres —aunque se trate de un pico de población, como nos dicen para consolarnos— me impide cualquier predicción...

Le Monde y Clarín.
Traducción de Cristina Sardoy.

Publicado por Licenciatura en Gerontología el día: Marzo 5, 2005 10:15 PM