por Umberto Eco
Dice el autor que solemos poner el acento en cuestiones que no siempre apuntan al bienestar. Y señala, con emoción y lucidez: conocemos bien la forma de destruir una ciudad, pero no sabemos cómo vivir mejor ahora que la expectativa de vida se ha prolongado
Publicado Originalmente en La Nación 25/01/2004
No sé cuántos recordarán ahora el poema de De Amicis: "No siempre el tiempo la belleza cancela,/ no siempre las lágrimas o el pesar son una afrenta;/ mi madre ya ha cumplido los sesenta,/ y cuanto más la miro, más resulta bella".
No se trata de un himno a la belleza femenina, sino a la piedad filial. Piedad que hoy debe situarse en la frontera de los noventa años, porque una señora de sesenta, si goza de buena salud, tiene una presencia fresca y activísima... y, si además ha recurrido al cirujano plástico, aparenta veinte años menos.
Por otro lado, recuerdo que cuando yo era niño me parecía que no era justo superar los sesenta años, porque hubiera resultado terrible sobrevivir a esa edad con achaques, baboso y demente en un asilo para ancianos pobres.
Y cuando pensaba en el año 2000, me decía que si, como Dante, llegaba a vivir hasta los setenta podría ver el año 2002, pero la idea de alcanzar esa venerable edad era una hipótesis muy remota y poco frecuente.
En eso pensaba hace unos años, cuando conocí a Hans Gadamer, quien tenía ya cien años, había venido de lejos para un congreso y se sentaba a comer con gusto.
Le pregunté cómo estaba y me respondió, con una sonrisa, que le dolían las piernas. Me dieron ganas de abofetearlo por tanta alegre desvergüenza (de hecho, vivió aún dos años más perfectamente).
Seguimos pensando en cómo vivir en una época en la que la ciencia da pasos de gigante cada día y nos preguntamos dónde irá a acabar la globalización, pero con menos frecuencia reflexionamos sobre el mayor desarrollo alcanzado por la humanidad (en cuyo campo la aceleración supera la de cualquier otro emprendimiento), que es la prolongación de la expectativa de vida.
En realidad, el hecho de que el hombre podía llegar a dominar la naturaleza ya lo había comprendido, oscuramente, el troglodita que consiguió producir artificialmente el fuego, por no hablar de aquel otro antepasado nuestro que inventó la rueda. Que podíamos construir máquinas voladoras era algo que ya decían Roger Bacon, Leonardo y Cyrano de Bergerac; que podíamos multiplicar nuestra velocidad de desplazamiento era evidente desde la invención de las máquinas de vapor; la luz eléctrica era ya una realidad supuesta en los tiempos de Volta.
Pero durante siglos los hombres han soñado en vano con el elixir de la longevidad y con la fuente de la eterna juventud. En el Medievo existían excelentes molinos de viento (que todavía sirven hoy para producir energía alternativa), pero la gente iba en peregrinación para lograr el milagro de vivir hasta los cuarenta años.
Hemos caminado en la Luna hace ya treinta años, y todavía no logramos caminar por Marte, pero en la época del alunizaje una persona de setenta años ya había llegado al fin de su vida, mientras que ahora (infarto y cáncer aparte) existe una esperanza razonable de llegar a los noventa.
En suma, el mayor progreso (si es que queremos hablar de progreso) se ha dado más en el campo de la vida que en el de la informática. Las computadoras ya eran prenunciadas por la máquina calculadora de Pascal, que murió a los treinta y nueve años... y ya era una edad avanzada. Por lo demás, Alejandro Magno y Catulo murieron a los treinta y tres años, Mozart a los treinta y seis, Chopin a los treinta y nueve, Spinoza a los cuarenta y cinco, Santo Tomás a los cuarenta y nueve, Shakespeare y Fichte a los cincuenta y dos, Descartes a los cincuenta y cuatro, Hegel a la avanzadísima edad de sesenta y uno.
Muchos de los problemas que debemos enfrentar hoy dependen de la prolongación de la expectativa de vida. No hablo solamente de las jubilaciones y pensiones.
También la inmensa migración de los países del Tercer Mundo hacia los países occidentales se origina ciertamente en el hecho de que millones de personas esperan encontrar allí trabajo y todo lo que les prometen el cine y la televisión, pero también procuran llegar a un mundo donde se vive más tiempo, y escapar de otro donde la gente muere mucho más pronto.
Sin embargo (aunque no tengo las estadísticas a mano), creo que la suma que gastamos en investigaciones gerontológicas y en medicina preventiva es infinitamente menor que la que gastamos en tecnología bélica e informática, por no decir que sabemos muy bien cómo destruir una ciudad y cómo transportar información a bajo costo, pero todavía no tenemos idea precisa de cómo conciliar el bienestar colectivo, el porvenir de los jóvenes, la superpoblación del globo y la prolongación de la vida.
Un joven puede creer que el progreso es aquello que le permite enviar mensajes con su celular y volar a bajo costo a Nueva York, pero el hecho asombroso (y el problema irresuelto) es que debe prepararse, si todo anda bien, para convertirse en adulto a los cuarenta años, cuando sus antepasados ya eran adultos a los dieciséis.
Por cierto, debemos agradecerle a Dios o a la suerte por vivir más tiempo, pero debemos enfrentar ese problema como uno de los más dramáticos de nuestro tiempo, no como un hecho benigno. Cuidarnos de lo que hay que hacer para durar más...
L’Espresso/The New York Times/LA NACION
(Traducción: Mirta Rosenberg)
El autor es italiano, semiólogo y ha escrito numerosos libros
http://www.lanacion.com.ar/suples/revista/0405/sr_563933.asp
Enviado por Licenciatura en Gerontología el: Febrero 25, 2004 04:47 PM