Por Carlos R. Gherardi
Para LA NACION
No es novedoso decir que la sociedad recibe constante información sobre el progreso científico y que éste se asienta con particular intensidad en las ciencias biológicas. En verdad, en ellas se ha producido un avance impresionante en los últimos cincuenta años.
Publicado Originalmente en La Nación 03/02/2004
Tampoco es un secreto que el impacto de estos nuevos conocimientos permitió, en este lapso, un progreso superior al registrado desde la época hipocrática. Sus beneficios son palpables en la prevención y control de muchas enfermedades antes incurables, en el uso cotidiano de técnicas de alta complejidad y en el considerable aumento de la expectativa de vida de la población que tiene asegurado su derecho a la salud.
No obstante, esta difusión masiva, constante y reiterada de los últimos adelantos producidos en la biología molecular o en la genética, por mencionar sólo las disciplinas más citadas, transmite un mensaje incorrecto a la sociedad cuando sugiere, antes de tiempo, su posible aplicación al campo de la terapéutica y genera, así, ilusiones inconsistentes e injustificadas.
El avance de esta creencia en el progreso incontenible de la ciencia en su relación con la medicina conduce a una corriente de pensamiento que comienza con la equivocada equiparación de la ciencia básica con la práctica de la medicina, continúa con el imperativo tecnológico que indica que todo lo que puede hacerse debe hacerse (más medicina es mejor medicina) y concluye con la inducción de que están próximos la resolución de todas las enfermedades incurables y el anuncio de la prolongación de la vida media hasta un número de años hoy impensable para la especie humana.
El mensaje de William Osler, de hace más de cien años, sobre la concepción de la medicina como la ciencia de la incertidumbre y el arte de la probabilidad continúa hoy vigente, más aún cuando percibimos que el avance del conocimiento no nos libera de la perplejidad ante los diagnósticos, de las características grises y borrosas de las decisiones ni de las ilusiones transitorias de algunos resultados.
La pregunta que surge inmediatamente es cómo el conocimiento científico, que, sin duda, motorizó el progreso del diagnóstico y del tratamiento, no ha influido de modo terminante en la precisión del acto médico. La respuesta a este interrogante debe comenzar por recordar la diferencia existente entre la práctica de la medicina como arte destinado a lograr la curación o el alivio del paciente y las disciplinas duras sobre las que se asienta su conocimiento, como ciencias que se basan en postulados ciertos y verdaderos que se constituyen en leyes y verdades perdurables.
La práctica de la medicina, que integra el conocimiento científico con el adiestramiento técnico y la comprensión humana, se acerca al arte por su singularidad (atiende a un paciente), por la presencia constante de su componente creativo y por explorar siempre el mundo íntimo de la persona. Toma, por otra parte, de la ciencia la objetividad del conocimiento y el fundamento de sus acciones. Con ambos, ciencia y arte, comparte la imaginación indispensable, que siempre tiene que estar presente para establecer el diagnóstico e indicar el tratamiento.
La incertidumbre significa dudar entre dos o más posibilidades, perplejidad cierta en la toma de decisión para solicitar un examen complementario, establecer un diagnóstico o indicar un procedimiento terapéutico. La incertidumbre no abandonará jamás a la práctica de la medicina, porque ésta se plasma y se resume en un acto único, singular e irrepetible, frente a varias posibilidades. Sin duda que la mejor comprensión de los fenómenos involucrados en cada enfermedad ha estrechado el margen de incertidumbre a la hora del juicio clínico, pero también es cierto que las nuevas disponibilidades de acciones conspiran contra la seguridad absoluta, porque se suman variadas opciones en cada caso. Sólo en algunas enfermedades crónicas puede esperarse que un resultado temprano indique con certeza el nombre y apellido de la enfermedad, pero en la mayoría de las situaciones iniciales, y frecuentemente en las agudas, los diagnósticos presuntivos y las decisiones tienen sólo un margen de aproximación asistido por el estudio de la probabilidad, que no es más que un número estadístico, pero que no aporta la certeza de la ubicación de cada situación clínica.
Cierta actitud cultural compulsiva que lleva a aplicar toda la tecnología médica disponible en el paciente grave y crítico (hoy se pueden sustituir, a partir del soporte vital, todas las funciones de los órganos y sistemas, con prescindencia del pronóstico y de la calidad de vida del paciente) es un camino que nos conduce frecuentemente al encarnizamiento terapéutico, constituido en el símbolo más descarnado del aislamiento, desfiguración y sufrimiento de un paciente sin esperanzas.
Finalmente -y de modo muy acentuado desde el año 2000, cuando se anunció la decodificación del genoma humano-, una corriente de pensamiento que ha definido a la muerte como un conjunto de enfermedades previsibles y que ha dicho que cada investigador puede actuar como francotirador, eliminando uno tras otro a todos los enemigos: el cáncer, la cardiopatía coronaria, la enfermedad de Alzheimer, la diabetes, el sida, etcétera, genera una cultura de investigación imperativa y de muerte siempre evitable, que es contraria a la admisión de que la muerte también forma parte de la vida.
Esta perturbación cultural de la vida y del binomio salud-enfermedad afecta gravemente las expectativas de la sociedad y del hombre respecto de los objetivos de la medicina y de la naturaleza de la vida misma. La respuesta a este conflicto la da Daniel Callahan, desde el Hasting Center de Nueva York, con el rediseño de las metas de la medicina, que son la prevención de la enfermedad y la promoción de la salud, el alivio del dolor y el sufrimiento, el tratamiento de la enfermedad, el cuidado de quienes no pueden curarse, evitar la muerte prematura y velar por una muerte en paz.
Estas metas de la medicina deberían ser sometidas constantemente al escrutinio de la sociedad, dentro de la cual los médicos y los científicos son sólo componentes. La difusión de las preocupaciones, dificultades y desgracias de los desvíos de un razonable humanismo en el ejercicio de la medicina es mucho menor que las que se dedican al progreso del conocimiento básico, cuya extrapolación a la práctica médica sigue siendo lejana, compleja y de resultados imprevisibles. Las noticias sobre el avance de la biología molecular y el progreso en la identificación genética es mucho mayor que las destinadas a examinar la ardua problemática del diagnóstico y tratamiento de la enfermedad cotidiana. También la promoción de la utopía o la ilusión, no siempre desinteresada, de la próxima resolución de las enfermedades incurables es más atractiva que el relato del duro proceso de vivir para quien es portador de una enfermedad crónica e invalidante, y del doloroso proceso de morir cuando se es víctima de la tecnología o del progreso.
El autor es jefe del servicio de terapia intensiva del Hospital de Clínicas.
http://www.lanacion.com.ar/04/02/03/do_569663.asp
Enviado por Licenciatura en Gerontología el: Febrero 25, 2004 05:05 PM