La prolongación de la vida y la aplicación de la tecnología a la medicina de alta complejidad generan una nueva categoría de pacientes vulnerables. Esto obliga tanto a revisar criterios éticos como a proponer políticas públicas específicas.
Carlos Gherardi Jefe de la división de terapia intensiva y director del C. de Etica del H. de Clínicas+
Clarín
02.08.2004
El escenario del final de la vida presenta conflictos desconocidos por la sociedad hasta hace cuarenta años. Los factores responsables de esta nueva realidad son la prolongación de la expectativa de vida en la población general y la utilización de toda la tecnociencia aplicada a la medicina de alta complejidad.
La existencia del progresivo aumento de personas de mayor edad posibilita el registro de una mayor prevalencia de enfermedades que perturban los aspectos cognoscitivos (como la demencia) y la existencia de muchas comorbilidades (cáncer, hemodiálisis crónica, cardiopatía severa, etc.) en la historia reciente del paciente que consulta por otra afección.
Esta situación del adulto y del anciano conduce, luego de la recuperación de cada situación, a una exacerbada fragilidad existencial, a discapacidades permanentes, a la pérdida progresiva de su condición de autoválido y hasta la obligatoriedad de vivir en hogares especiales y no en el seno de su familia, lo que lo expone a nuevas enfermedades y carencias que debieran ser afrontadas con atención especial.
La medicina pone mucho empeño en resolver la enfermedad presente, pero la sociedad y las políticas públicas no se hacen cargo con igual esmero de las condiciones de vida posteriores a estos episodios que generan una nueva categoría de personas vulnerables, emergentes del progreso médico.
El problema es aún más grave en el estado crítico cuando el uso de soporte vital (respiradores, marcapasos, diálisis, drogas), que sostienen las funciones de órganos y sistemas por períodos prolongados, conducen a cuadros clínicos irreversibles y estados vegetativos que mantienen "los signos vitales" todo el tiempo que persista su atadura tecnológica.
Estas situaciones, producto del avance de la medicina, demandan cambios en la conducta social y política para diseñar nuevas políticas públicas por parte de la comunidad y del Estado. No se trata de creer que "el progreso tecnológico nos ha dado el medio más eficiente para retroceder" (Huxley), sino de aceptar que no siempre existieron conflictos de esta magnitud en las conductas éticas de la medicina.
Cuando hoy se reconocen como muertos (muerte cerebral) a aquellos que considerábamos vivos hasta hace 35 años y cuando la circunstancia actual en que la decisión de no poner o quitar un soporte vital determina la muerte próxima de un paciente, se comprende fácilmente que no se puede obviar el desafío de esta experiencia que hoy enfrenta la medicina: establecer en la práctica la naturaleza del vínculo entre el soporte vital y la muerte. Y este desafío no le pertenece a la medicina sino a la sociedad.
Ya es tiempo de exponer a la sociedad la cuestión moral que plantea el progreso cuando con un soporte vital aplicado imprudentemente o no suspendido a su tiempo se generan situaciones de encarnizamiento que son la contracara de la dignidad personal.
Estas decisiones no corresponden siempre ni con exclusividad a indicaciones médicas absolutas sino a acciones que deben contar siempre con el acuerdo del paciente, si se pudiera, o más frecuentemente, con el de la familia o su representante.
Nuestra idea de la muerte
El extendido desconocimiento social respecto a que la no aplicación y el retiro del soporte vital determina la muerte en el 50% de los pacientes críticos responde a una inexplicable desinformación de la que debe hacerse cargo la medicina paternalista.
Esta cuestión contribuye a la ambigüedad y confusión con que la sociedad percibe hoy la idea de la muerte. Aunque en toda la historia de la civilización esta idea es el producto de una construcción cultural y social, nunca ocurrió como ahora que las acciones médicas sobre el soporte vital demoren su llegada o la aproximen en un tiempo muy breve. Y aun más, que el paciente, su familiar o su representante deban participar activamente con el médico en una decisión que se vinculará con la muerte. Así nace el concepto de "muerte intervenida", dentro del marco de la disponibilidad del uso o de la quita del soporte vital.
El problema se agrava por la existencia de lagunas legislativas o de cierta perplejidad en la interpretación de los textos normativos que plantean muchos dilemas a los abogados y a los jueces. Esta situación completa un marco de dudas y temores en los médicos y en la sociedad sobre la pertinencia de estas acciones vinculadas a la muerte.
Hay una dura realidad: una nutrida legión de nuevos grupos de personas vulnerables —que viven mucho más que lo que su enfermedad les permitía hasta hace pocos años— y muchos ancianos que por tener una mayor edad también han sufrido más enfermedades en sus diversos órganos y sistemas, desprotegidos unos y otros para sobrellevar una vida mejor, adaptada a sus minusvalías psicofísicas, y una muerte más digna sin transformarse en víctimas de la tecnología médica.
Para este nuevo grupo de pacientes vulnerables —que son un emergente del progreso médico— debemos asegurar todo el bienestar que les permita una vida razonable con un marco de inserción social posible de acuerdo a sus disfuncionalidades y a su capacidad para actuar en el mundo. Y cuando deba afrontarse el duro proceso de morir, se deberá ser prudente para evitar la aplicación desmedida y prolongada del soporte vital que alarga la agonía del paciente, exacerba su sufrimiento y retrasa el momento de la muerte en situaciones claramente irreversibles.
La lucha para preservar la dignidad de la vida y de la muerte en estos casos, cada vez más frecuentes, sólo se logrará con la participación activa de toda la sociedad y la responsabilidad pública del Estado.