Convertir al PAMI en una institución transparente y al servicio de sus afiliados es un objetivo muchas veces proclamado, pero nunca concretado. Por eso se recibe con expectativa, aunque con cautela, la decisión de terminar con el cuestionado sistema de gerenciadoras.
Editorial
Clarín
25.09.2004
Con más de 3 millones de afiliados y un presupuesto anual que supera los 3 mil millones de pesos, el PAMI es la obra social más grande del país. Durante sus tres décadas de existencia, fue un botín preciado en el reparto de poder político.
A lo largo de sucesivas conducciones, la caja del PAMI financió actividades partidarias y fue víctima del saqueo delictivo y la corrupción de toda laya. También sirvió, como otras áreas del Estado, para pagar favores políticos o personales con cargos con alta remuneración y sin justificación operativa.
Entre las reformas más perjudiciales, no sólo en términos económicos sino para la calidad de la atención de los afiliados, se cuenta la introducción de intermediarios, impulsada por Víctor Alderete en los noventa.
El sistema de gerenciadoras recibió fuertes cuestionamientos, por quedarse con una parte sustancial de los recursos recaudados y no brindar los servicios adecuados. Para remediar esta situación, la intervención dispuso que se concursen nuevos prestadores directos. La idea es que, al eliminar a las intermediarias, el dinero ahorrado vaya a mejorar las prestaciones. Según la intervención, sólo entre el 50% y el 70% de lo recaudado llega a médicos y sanatorios.
Terminar con esta densa trama de intereses que perjudican a los jubilados es uno de los desafíos centrales del PAMI.
Terminar con el cuestionado sistema de gerenciadoras en el PAMI debe ser un paso adelante en la transparencia y eficiencia de un organismo cuyos fondos fueron utilizados para fines espurios.