Un káiser del tiempo
No siempre puede mirarlo a uno un terrícola de 109 años. Pero nos mira. Se llama Robert Meier y, además de sonreír, se sabe producir. Sopló las velas que lo destacan como el hombre más anciano de Alemania y luego posó ante los fotógrafos adoptando una estampa próxima a lo que (por lejos) es en su país: un káiser del tiempo.
Por Esteban Peicovich
La Nación
Martes 28 de marzo de 2006
Pese a que ingresó en la humanidad como bebe en 1897 (año en el que la Reina Victoria celebró sus bodas de diamante) caminó con soltura hacia los más de cien (¿109?) fotógrafos que asediaron su casa de Witten para tenerlo bajo foco. Perseguían registrar una imagen a la vez humana e inhumana: la cantidad inusual de tiempo fijado en ese recipiente de cristal que es toda persona. Pues a éste no lo rompieron ni las granadas de 1914 ni los bombazos de 1945. No todos los días una cámara se topa con alguien que caminó el planeta atravesando tres siglos sin dañarse.
Los argentinos tuvimos un ejemplar de igual maravilla (y muchas más) en el singular escritor Juan Filloy, que arribó a los 106 fresco como lechuga y creativo como niño. Y en Viedma, sobre 1983, a alguien que era más viejo que el Registro Civil. Doy fe de que no es cuento pues asistí a su cumpleaños 117 y que todas mis prevenciones y dudas me fueron desactivadas por autoridades locales, parientes y vecinos. Hasta tuve en mi mano su cédula de identidad, que lo daba nacido en 1866, año de la muerte de Dominguito Sarmiento en la batalla de Curupaytí, del estreno de La novia vendida, de Smetana y… de la aparición de Crimen y Castigo, de Dostoievski.
Sobre su mesa de luz ese día aparecía abierto y sostenido por un medallón el telegrama de felicitación del presidente Alfonsín. Ese día llegaron otros obsequios, el intendente le envió estufa (sic), y notas del periódico y radio locales daban por cierto que el araucano Don Armando Fried era el longevo mayor del país (y, tal vez, del mundo).
Fui a saludarlo con un colega, y en su casa me atendió el resto sobreviviente de la saga familiar: dos nietas, de 88 y 87 años, que lo asistían con cuidados de bebe. Don Armando lo era. Permanecía en cama 23 horas. Sólo una, matinal, la dedicaba a tomar "el solcito", como lo llamó. Cuerpo pequeño y enjuto. Uñas dobladas con las que encaraba su único ejercicio cotidiano: desmenuzar y picar verduras y un diminuto trozo de carne que luego su nieta echaría a hervir. Un ritual repetido los 365 días de cada uno de sus últimos años. "Mi pucherito", informó. La entrevista fue breve. Lo que más me impresionó fue que se expresara con diminutivos. Tanto se había reducido su realidad.
No es el caso de Herr Meier. Aún joven (comparado con los míticos o reales 117 de nuestro Armando Fried), el germano conserva su vertical intacta, rostro despejado y una cierta distancia filosófica de la edad. Jugó frente a los periodistas con su casco prusiano, y con sonrisa abierta y palabra firme alentó a los jóvenes alemanes de hoy "a no ser viejos" (sic) y a darle para adelante "pues todo viene bien".
Pero hay más que una muy saludable anatomía. Robert no se entrega. A su elegante remera con cuello le incorporó un mensaje algo críptico que en principio asoma como una declaración de principios (en una edad que ya no le ofrece muchos fines). Por un lado hizo grabar sus triunfales números de Matusalén y, debajo (para que cada cual saque su moraleja), una frase que bien daría para un simposio de gerontes: "¿Y eso qué?"
¿Dirigida a quién? Me juego a que es pregunta que Robert Meier le dirige, medio en solfa, medio en serio, al gran incordiador de la especie, que es el tiempo. A "ese enemigo que nos mata huyendo", como lo llamaba Quevedo. Y que, en su caso, mantiene abierta la incógnita y dilata el armisticio. Voluntad mediante, el joven Robert Meir resiste, sonríe y encara. Por ahora, los diminutivos no pueden con él.
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