Otrora tan ágil
Quiero testimoniar mi odio profundo hacia los diseñadores de muebles que lanzaron hace ya mucho tiempo los sillones bajos, casi pegados al piso. Fue en aquella alegre década del sesenta cuando a los occidentales nos agarró el ataque orientalista y nos pareció más sano, descontracturado y sexy arrastrarnos por los suelos alfombrados o, mejor aún, de dura madera.
La Argentina según Enrique Pinti
La Nación Revista
Domingo 13 de Agosto de 2006
Modernas estructuras de caños negros y una tela de cuero de diversos colores daban una "forma geométrica absolutamente anatómica" a un asiento casi al ras del piso del cual uno, con la lozanía de los veintipico, se incorporaba con solo apoyar los pies y levantar las caderas grácilmente gritando ¡hop! o ¡upalalá! Otras delicias eran los grandes sillones de living-room de seis cuerpos, a veces formando herradura, llenos de almohadones con diseños búlgaros o con una sinfonía hippie de flores y mariposas salidas del submarino amarillo.
Desde esos confortables sitiales era muy fácil deslizar la humanidad hacia el piso en un arrebato romántico, en alegre montón con los niños y perros de la casa o para jugar al scrabble sobre la alfombra. Esos "inventos japoneses" sacados de las estampas y películas que mostraban deliciosas geishas dobladas sobre sus rodillas sirviendo el té a señores panzones en mesas superratonas invadieron todos los espacios: oficinas, escuelas, hospitales y consultorios médicos. Y siguen estando. No faltan en los livings televisivos rodeando la mesa, el arreglo floral por canje y el fondo de ciudad moderna que decoran las charlas frívolas, trascendentes, deportivas, políticas o culturales.
Pero, claro, los veintipico son sólo un recuerdo agradable de un tiempo mejor, registrado en amarillentas fotografías sacadas sin la fidelidad digital y no archivadas en el moderno celular-agenda-espejo-cepillo de dientes-correo electrónico-vibrador-despertador y teléfono, sino pegadas en un prehistórico álbum. Allí están nuestras figuras otrora tan ágiles. Allí estamos sentados en el piso con guitarra y locro en la inolvidable peña folklórica cuando nos atacó el "nativismo furibundo"; allí están nuestras extremidades flexibles saliendo de autos diminutos y chatos, se leen en nuestra cara el ¡hop! y el ¡upalalá! y la prepotencia juvenil.
Pero de pronto, como en una película de terror gótico, corte a la actualidad y los "otrora tan ágiles" tienen sesenta y pico casi setenta, como quien dice ochenta, y están sentados en la sala de espera de un centro médico aguardando a que los llamen para atenderse achaques –el reuma, entre ellos– y al escuchar el número intentan levantarse de los horrorosos asientos bajos, muy bajos, que les hacen realizar dos o tres intentos fallidos de ¡hop! y ¡upalalá!
Así, hasta que el resorte, la vergüenza o algún brazo solidario los hace ponerse de pie. Mientras camina como puede, el otrora tan ágil manda su maldición gitana a los reverendos hijos del diseño moderno, que ya es antiguo, pero se sigue usando aún en consultorios, que deberían saber que los visitantes obligados son personas con problemas de movilidad y desplazamiento.
Vaya esta diatriba contra los que se olvidan de sus semejantes, contra los inventos "funcionales" que no funcionan, contra la falta de solidaridad, lógica y sensatez, contra las ciudades diseñadas para el accidente, la torcedura de pie, el tropezón que es caída que va cuesta abajo en la rodada y contra la carrera de obstáculos en la que han convertido el hábitat del ciudadano.
Mientras gambeteamos movilizaciones, piquetes y festejos futboleros, y rezamos para no ser víctimas de robos y violaciones en hora pico, y tratamos de no caer dentro de zanjas mal tapadas, los otrora tan ágiles y los ágiles de ahora formamos un ejército sin capitán en permanente combate contra la desidia y la mala voluntad de los que tendrían que ayudarnos, y a los que pagamos con nuestros impuestos. Y, como si esto no bastara y por el mismo precio, encima tenemos que reptar yendo de la cama al living casi en cuatro patas, tropezando con mesas ratonas, sufriendo los asientos estrechos y sin espacio vital en aviones, ómnibus, teatros, cines y salas de espera. La vida es hermosa, ya sé, pero podría ser mucho mejor.
* El autor es actor y escritor
http://www.lanacion.com.ar/edicionimpresa/suplementos/revista/nota.asp?nota_id=830447