Una de las delicias de la tercera edad es la perspectiva más sabia para ver la vida que nos queda y no la “por delante”. La “que nos queda” siempre será más corta; por lo tanto, el jovato piola tendrá que administrarla con una experiencia acumulada que le permitirá, dentro de lo posible, cometer menos errores.
Por Enrique Pinti
La Nación
Domingo 11 de mayo de 2008
La naturaleza es sabia, y lo que quita en vigor lo devuelve en sensatez. La vida “por delante” se nos aparece tan larga cuando desde los veinte o los treinta miramos las infinitas posibilidades (buenas, malas, mediocres, excelentes u horrorosas) que el camino existencial nos ofrece, que dejamos todo para más adelante alentados en parte por el consejo del padre o del abuelo, que nos dicen: “Tenés la vida por delante; no te amargues si una cosa no salió como vos querías: hay tiempo”. Y uno se lo cree, y a veces se queda esperando mientras la vida por delante se convierte en la vida alrededor, luego en la vida que dejamos atrás y, de pronto, como quien no quiere la cosa, en la vida que nos queda.
La impaciencia juvenil no es lo más indicado para conseguir logros duraderos, pero también es cierto que si uno no conserva en un rincón del “bobo” algo del empuje, y sobre todo de la pureza de la juventud, nada de lo que se consiga será genuino. Administrar es un verbo que no se conjuga cuando uno es joven y cree que la muerte es un tema que no nos toca porque “los otros se mueren, yo tengo una vida por delante”. Tal necedad lleva a desperdicios de tiempo y de energía enredados en luchas absurdas por demostrar nuestro poder y nuestra prepotencia. Es increíble cómo, llevados por la buena salud (aquellos que gracias al Barbeta la conservamos más o menos en forma), llegamos a creernos inmortales. Pero como “Los inmortales” es una pizzería y no una condición inherente al ser humano, nacido para morir, sería prudente aprovechar cada minuto sin atropellar, aunque tampoco sin quedarse apoltronado en la comodidad del “ya habrá tiempo”.
La tercera edad tiene otras delicias menos soportables, como la morbosa tendencia de los seres humanos de regalar años a los demás endilgando lustros y décadas a personas públicas que, según los cálculos de estos inspectores de natalicios, llegan a los cien o ciento diez con una salud envidiable e imposible de creer. Ya sabemos que las mujeres se quitan la edad, y si son actrices la cosa puede llegar al delirio. Los hombres tenemos lo nuestro también, y hay actores que prefieren hablar de la DGI antes que de su real cumpleaños. Pero en nuestro caso los actores y actrices, aparte de la coquetería, somos conscientes de que a determinadas edades (se aparenten o no) los productores comienzan a pensarlo dos veces antes de convocar a los veteranos por miedo a la pérdida de memoria, a los achaques o enfermedades que pueden demorar filmaciones o decretar reemplazos forzados en temporadas teatrales exitosas. Por lo tanto, junto al mito de Fausto y su juventud eterna está el miedo de quedarse sin trabajo justo a esa tercera edad desprotegida e insultada con jubilaciones vergonzosas.
El amanecer es hermoso; el ocaso también. Son luces diferentes que anuncian cosas distintas y, así como la noche tiene mala prensa por su oscuridad, también atesora una tradición de creatividad, quietud, serenidad y propensión a la meditación y al sueño reparador; el día, con todo su brillante abanico de posibilidades y de luz, también puede esconder la traición y una enceguecedora sensación de que es eterno e ilimitado.
Cada minuto vivido con la ilusión y la esperanza de corregir lo que se hizo mal permite presentes que aprovechan el pasado y se proyectan a un futuro en el que uno volverá a meter la pata sabiendo que la vida por delante y la que le queda se unirán para que no sea al cohete la vida alrededor.
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