Viejos son los trapos
UNO envejece cada vez más lentamente, y esa es una suerte. El varón de más de sesenta todavía puede considerarse un galán maduro si no echó demasiada panza y si –¡ejem!– le da el cuero, y una chica de más de sesenta está en perfectas condiciones de lucir coqueta y de revalidar aptitudes de mozuela si la ocasión y el espejo le resultan propicios.
Norberto Firpo
La Nación
Sábado 1 de abril de 2006
La vejez no empieza cuando el pelo ralea ni cuando uno advierte cierta merma de vigor físico, sino cuando el espíritu se declara fiaca, lo despoja de proyectos e ilusiones y se reconoce a sí mismo como un altillo de recuerdos confusos, pegajosos como telarañas. Hay factores protectores del envejecimiento, entre ellos el siempre virginal entusiasmo por las cosas, escribieron aquí el médico Marcelo Viale, el 20 de febrero, y el lector Norberto Brodsky, el lunes pasado, pero también hay factores que apuran el ocaso, como la marginación social y afectiva.
En una sociedad que exalta y glorifica la plenipotencia juvenil, la pobreza y mucha otra clase de mortificaciones son lacras ignominiosas, extremadamente crueles, que el poder desdeñoso le asesta a buena parte de la gente mayor, en olímpico desprecio de su caudal de experiencia y conocimientos. En tanto la ancianidad queda cada vez más lejos, gracias al progreso científico, la vida moderna propone esta sádica paradoja: más allá de los cuarenta el tipo es Matusalén, una antigualla, y no hay aviso clasificado que le ofrezca empleo.
Una reciente encuesta prueba que, sólo en la ciudad de Buenos Aires, el número de personas mayores pobres y desprotegidas (hoy, unas 76.000) creció el 170% en los últimos diez años, y que la llamada tercera edad, un eufemismo indecoroso, comprende al 22% de la población porteña. Esta es la gente que ha debido apechugar las peores crisis económicas y los más truculentos desbarajustes institucionales en la historia del país; la que más ha expuesto su lomo al sablazo de las devaluaciones; la que vio frustradas más esperanzas cuando recurrentes salvadores de la patria le impusieron rótulo de paria; la que sigue siendo esquilmada, ya que veintitrés años de democracia no han sido suficientes para rescatar de la vejación a la clase pasiva.
Humillados y ofendidos, quienes han remontado penurias y sacrificios para disfrutar alguna vez el recreo de la vida, guardan en su entresijo la creencia de que ninguna sociedad es del todo adulta si no protege a sus abuelos. Viejos son los trapos, dice un axioma de entrecasa, y dado que toda criatura viviente marcha hacia la vetustez, inexorablemente, el destino de trapo, sea casimir inglés o arpillera, supone una afrenta injuriosa a la condición humana.
Por Norberto Firpo
Para LA NACION
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