Envejecer no es fácil, por eso hay que preparase para ese inevitable momento, sobre todo hoy, cuando la vejez vive el desprecio generalizado y el encono de una sociedad cretina. Contra esta actitud de esnobismo moral, desafiamos a los detractores de la senectud con una joya que Emma Godoy nos regala...
Emma Godoy. istmoenlinea.com.mx
28 de agosto de 2006
El fantasma de la vejez sobrecoge a muchos. Se piensa en que se acabarán los placeres de la juventud. En que la pesadez de los miembros hinchados por la artritis apenas dejará movernos con lentitud. En que quienes hoy nos dan un cariño apasionado, mañana se alejarán con frialdad de nosotros. En que ya no tendremos ni esperanzas ni proyectos, sólo una vida árida y oscura, preludio de la muerte.
Sin embargo, quizá la vejez no sea como la pintan. Al menos, no para los que reconocen que la ancianidad es la edad de la sabiduría, quienes viven con miras más altas y piensan, por el contrario, que la vejez será su meta. El artista, inmaduro en su juventud, va a encontrarse por fin a sí mismo con los años. El sabio necesita tiempo y más tiempo para sus investigaciones.
En la medida en que hay espíritu, la ancianidad deja de ser una amenaza para convertirse en una ardiente promesa. No estaría mal hacer una prueba para medir la espiritualidad de las personas, fundándose en esta cuestión: ¿Qué piensa usted de la ancianidad? En nuestra época, la mayoría saldría de la prueba con cero. Hoy no se estima la valía de un individuo, sino su productividad económica: se le mide con el mismo criterio con que se juzga a una máquina o a una vaca.
Es que ahora no somos cultos, sino simplemente civilizados. En épocas de cultura, los viejos han sido considerados los grandes de la nación. A ellos se les confiaba el más alto de los oficios: el de gobernar. El Sanedrín de Israel estaba integrado por 72 ancianos. El Senado Romano tenía tanto o más poder que el César (senado viene de senectus: viejo).
Y entre los genios que se han significado en la Historia, muchísimos han realizado lo mejor de su obra en «la tercera edad»: Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Fidias y otros más en Grecia. Moisés contaba ya 80 años cuando liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Goethe escribió su Fausto también por esa edad. Miguel Ángel pintó El juicio final ya decrépito. Sería interminable la lista.
Un país culto y no decadente estimula a sus ancianos, pues sabe que en ellos reside la parte sabia de la humanidad. Hasta el humilde carpintero senil que ya no puede manejar la sierra, instruye a los novatos: es el maestro. Al anciano no le corresponde hacer, sino enseñar a hacer… no importa que lo haga desde una silla de ruedas. Desperdiciar la fuerza más fina y sutil de la nación resulta crasa necedad.
Nosotros mismos, espiritualizándonos, podemos prepararnos una brillantísima vejez, en lugar de vivir temiéndola. Nadie afirmará que la senectud carece de sinsabores; pero, ¿no padece también el niño grandes penas? ¿Y la pubertad? Cada edad tiene su cruz, y la de la ancianidad no es la más pesada, al menos para quien sabe ser viejo.
El doctorado de la vida
La psique de los viejos está hoy deprimida y deteriorada. Han de recobrar la conciencia de su valer, de su potencial anímico, de la preeminencia que les otorga habernos adelantado en las batallas de la vida. Y hacer que asuman su obligación de servicio, hasta comprometerlos para que se desaten del marasmo y se levanten a guiar y conducir, mostrando el norte en las diferentes tareas a las generaciones titubeantes que aún no se han realizado. Se pueden haber jubilado de un empleo, pero no de la vida.
La muchedumbre de longevos normalmente vive en su hogar, ejerce una profesión liberal, labora en oficinas, o dirige una empresa; está en los comercios, en las aulas, en los tablados del teatro y en los estudios cinematográficos, en los centros de investigación científica, en el barbecho, en la fábrica, en el gobierno.
Pero entre esta mayoría hay neuróticos que se repudian a sí mismos porque piensan que a esa edad ya no se tiene para qué vivir; o también los conturbados por la amenaza probable del cese; o desgraciadamente los hallamos de inútiles y estorbosos en casa esperando la muerte.
¡No, no y no! A estos veteranos de la lucha vital hay que obligarlos a que se revaloren. Deben reconquistar la dignidad, el respeto y el amor a ellos mismos. Hay muchas tareas generosas que los aguardan. Allí está un mundo desorientado y lleno de dolor que pueden guiar y consolar.
Hay que hacerles sentir estas verdades. Deben grabar en su mente que esperamos lo mejor de cada uno, en ésta, su edad provecta, «la buena edad», como la califica el escritor inglés Alex Comfort.
Nadie, pues, haga de su vejez un fracaso, cuando debe hacer de ella la brillante edad del espíritu. ¿Por qué ahora los mayores se niegan a ser grandes? ¿Y por qué nuestra cretina sociedad se atreve a impedir o a eclipsar la carrera gloriosa de la ancianidad, que de suyo debe ser ilustre?
Las personas mayores suelen negarse a reconocer que ya son ancianas. Y todo el mundo hasta evita esa palabra considerándola injuriosa. Generalmente se recurre a eufemismos como el de «personas mayores», «gente de edad», «señora grande», etcétera. Muy hermoso. Y aquí también los usamos, aunque a guisa de sinónimos solamente, pero el eufemismo crónico ¡es pura vergüenza de ser viejos!
Reivindicaremos las palabras «viejo» y «anciano». ¡Hay que pronunciarlas con orgullo! ¿Acaso no hemos indicado que al sacerdote católico se le da el tratamiento de «presbítero» (en griego «viejo») para honrarlo, porque la ancianidad es título de sabiduría? Esos vocablos castizos deben volver a ser empleados y con el mismo o mayor respeto con que se designa a alguien «doctor»: el docto, el experto, el que cursó el último grado del saber.
La juventud es apenas la escuela primaria de la vida; la madurez representaría los cursos universitarios de licenciatura; pero el doctorado del vivir sólo se alcanza en la ancianidad. ¿Quién se abochorna o toma a ultraje que le llamen doctor? Ha de enorgullecerse también de que lo llamen anciano.
¡Ancianidad obliga!
La vejez tampoco debe verse como un cúmulo de enfermedades orgánicas, aunque lo sea. Porque es más, infinitamente más que eso. ¡Cuánto disminuye el cuerpo, empero, cuánto crece el alma!
Verbigracia, haría el ridículo el biógrafo de Miguel Ángel que redujera la vida de aquel genio a la simpleza de su «historia clínica»; pues también sería grotesco describir la tercera edad como arterioesclerosis, cataratas, hemorroides, espodilitis y demás desperfectos. Además, las enfermedades no han sido óbice para llegar a la cumbre. Las averías corporales serán un estorbo y un fastidio, pero quedan al margen de la ascensión ¿Acaso la parálisis de las piernas impidió a Delhano Roosevelt escalar la presidencia de Estados Unidos?
Las metas que ofrezcamos a los viejos para inyectarles vida —vida que les escamoteó el ambiente materialista— han de ser las más nobles, las más dignas del ser humano, las supremas: el bien, la verdad, la belleza. Todos deberán elaborar sus objetivos, ya no económicos, sino de índole espiritual. La alta o baja calidad de nuestros proyectos es lo que confiere la baja o alta calidad de nuestra persona.
Se sufren, pues, achaques físicos que obligan a suspender las acciones externas y también se oscurecen el entendimiento, la memoria y la voluntad, semejante a lo que ocurre a los santos y a los yoguines cuando les es arrebatado el espíritu y acá dejan el cuerpo, aparentando estar muertos.
Sin embargo, aun el señor que pasa de los 90 ó 100 años, aparte de su misteriosa actividad celeste en provecho de su salvación eterna que ya está muy próxima, debe seguir sirviendo a la humanidad. ¡Que no haya decrépito inútil! Hasta el postrado en el lecho con grave enfermedad —que parece imposibilitado para todo— puede hacer algo, y algo principalísimo, esencial: puede orar y ofrecer sus sufrimientos, dar ejemplo moral de paciencia, de valentía ante el dolor, de cortés consideración para quienes le hacen el favor de atenderlo.
Hay que comprometer a los ancianos, incluso a los paupérrimos, también a los nonagenarios, lisiados o enfermos. ¿Y por qué no hasta a los agonizantes? Pues aun la muerte debe ser ejemplar: hay que saber morir y enseñar a morir. Mostrar cómo se debe morir será el último servicio que podamos ofrecer. Porque «Nobleza obliga». Sabiduría obliga. ¡Ancianidad obliga!
Los 7 dones de la vejez
Existen siete razones sólidas y convincentes para demostrar que es deseable la ancianidad Y de hecho la están anhelando todos, aunque sin darse cabal cuenta.
1. Jubilación. En castellano «jubilación» deriva de la voz «júbilo»: alegría. Suena en la existencia la campana del Angelus que pone fin a tantos años de labores económicas; aparece en el cielo la primera estrella que señala el término de los afanes esclavos. ¡He aquí la hora de la libertad!
Y si los jóvenes arden por ya ser libres, deben saber que están apeteciendo librarse del horario, por tanto desean, sin formulárselo, arribar a la jubilación, ser viejos; pues sólo entonces lograrán mayor libertad.
2. Realización personal. No siempre el oficio que se ha venido desempeñando era del agrado; mientras que la auténtica vocación fue inhibida. Quizás el médico clínico prefería la investigación histórica; o el abogado el trabajo al aire libre de una granja; o la cajera del banco tocar el violín.
Para la mujer de hogar, una especie de jubilación ocurre cuando los hijos se han casado, o ya trabajan, o ingresan a la universidad. Y será entonces cuando ella tal vez decida establecer un negocio, o acaso entrar en la política, o cursar la carrera con la que siempre soñó.
El trabajo para conseguir el pan y cuidar de la familia ha cesado. Va a ser el momento de realizar al cabo los más bellos planes. Debe pensarse la vejez como el fin de semana, el asueto. La ancianidad es el sábado y el domingo de la vida, para lo cual solemos forjar previamente los proyectos.
3. Logro de las ambiciones juveniles El cadete que aspira a las barras de sargento, ascender a coronel y por fin a general, no ha de ver su pretensión saciada hasta que sea antañón. O el escritor que suspira por la gloria, acaso llegue a merecer el premio Nobel, mas irá a Suecia cuando ya ande muy lejos de la mocedad.
Todos en la juventud hemos clavado nuestras ambiciones allá, en la cumbre nevada de la vida, en nuestra ancianidad. La metas se alcanzan hasta el atardecer. Y si todos aspiramos al logro de nuestros objetivos, estamos ansiando implícitamente la edad que nos ofrendará su cumplimiento.
4. Dominio de las pasiones. Las pasiones menoscaban el libre albedrío. Anidan en nosotros desde la infancia y no nos abandonan nunca: la vejez no está exenta de ellas. Pero en la primaveral juventud las afecciones nos traían y llevaban a su antojo, éramos víctimas de esos impulsos que nos indujeron a cometer mil desatinos, de los cuales tal vez habremos de pagar de por vida las crueles consecuencias.
En cambio, al establecernos en nuestro otoño, aunque las pasiones sigan allí, tumultuosas y delirantes, son ahora como fieras encerradas en barrotes y poseemos la llave de la jaula. Esto es, se hallan sometidas a nuestro mando. Ya no, sin la aquiescencia de la voluntad, nos ataca impetuosa e inoportuna, la cólera; sino que le damos rienda suelta sólo cuando juzgamos que hay algo digno de levantar enérgica protesta.
¿Por qué temer a la ancianidad? Lo temible es la juventud con sus errores pasionales de largas y dolorosas consecuencias que no sólo afectan a quien cometió la equivocación: también laceran a inocentes.
5. Experiencia, técnica profesional y arte de vivir. ¿Quién no aspira a ser un experto? Es obvio que la experiencia no se adquiere con los libros, ya que requiere dos cosas: haber cruzado muchos lustros del camino y haber reflexionado inteligentemente sobre cada uno de los acaeceres de la prolongada ruta.
Sólo el homo viator de larga caminata adquiere el gran saber. Experiencia es distinguir el bien del mal en cada caso; haber aprendido las causas de los aciertos y éxitos existenciales y también las causas de los daños y desastres. Tal sabiduría no le es dada todavía al efebo, al novato de la vida.
El joven, aunque posea preclara inteligencia, es un turista que acaba de llegar a la laberíntica ciudad de la existencia y, desorientado, se mete en callejones sin salida; o corre impetuoso en sentido contrario a donde debe ir; o choca y se hiere contra los árboles, contra los muros, o atropella en su carrera vehemente a quien se atraviesa por su camino. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo».
Cierto que Fausto demandó en su vejez permutar el cuerpo decrépito por uno de radiante juventud; pero de ninguna manera solicitó que también se le trocara su alma vieja y sabia por una inexperta.
6. Desapego del propio cuerpo. Además, directamente contra la angustia del deterioro corporal, la vejez ofrece una dádiva que funge como antídoto. Acontece en los grandevos un fenómeno psíquico extraordinario y providente. Ocurre al menos en quienes no se quedaron rezagados mentalmente en otra edad y viven su etapa cumbre con autenticidad. Tal modificación consiste en que esos seres maduros dejan poco a poco de identificar su yo con su cuerpo.
Un día encuentran que su cuerpo es nada más «su» cuerpo, su propiedad. Sólo su pertenencia, desde luego la más íntima y amada, pero que no se le confunde con el yo, que se le distingue del ego como tal. Los mayores ya no son su cuerpo, son su alma.
La ancianidad tiene el remedio de sus males físicos: los sentirá como ajenos. Así podrá uno conservar la serenidad e incluso la alegría, aunque no se le oculten los daños, pues los contempla desde el alto puente como las turbulencias del río, sin ser arrastrado por sus aguas.
7. Mística. En los años grandes se siguen contemplando con placer las cosas terrenales; mas como quien disfruta de la vista del valle vislumbrándolo hacia abajo desde la cima alpinista de la montaña, sin mezclarse con su prosaísmo y sus ímprobos afanes.
Llega el ocaso de la vida. En el crepúsculo los objetos del mundo pierden interés al irse desdibujando sus contornos y tintes en la sombra. Opuestamente, en la altura contrasta con su luz el firmamento que se enciende en mágicos colores y aparecen las estrellas que no se habían advertido durante la jornada diurna. En el místico atardecer de la vida la mirada se extravía hacia el más excelso de los misterios: se descubre a Dios.
Educación juvenil para la vejez
Lamentablemente, no todos los longevos son viejos de verdad, si por vejez entendemos madurez y sabiduría. ¡Hay tantos que desprestigian con sus necedades, con su conducta, la edad divina…! Antañones sin seso mancillan hoy su alto rango y han sido los culpables de la repugnancia de los jóvenes hacia los viejos.
La causa es negarse a que se efectúe la ley de la metamorfosis mental. Le es dado al individuo decidir anclarse en etapas existenciales ya transpuestas. Es posible la regresión nostálgica a otra edad anterior, fenómeno que designa Freud como esencia de la neurosis. Los desventurados pseudo ancianos que por torpe añoranza voluntariamente se rezagan, no gozarán de los placeres de su fingida juventud ni tampoco recibirán los maravillosos dones que ofrece la metamorfosis al anciano auténtico. ¡Qué pobreza la suya y cuánta pesadumbre!
Es necesaria una intensiva educación para alcanzar la vejez, para aprender la ciencia vital que conduce al doctorado de la personalidad. Si nos proponemos educar para la vejez, no habrá necesidad de amonestar al joven exigiéndole respeto por los grandevos, porque los nuevos ancianos brillarán, serán respetables y dignos de amor. Habrán ganado con sus virtudes y méritos ocupar el sitio principal y principesco en el hogar, en el trabajo, en la comunidad. No podrá menos la juventud de mañana que mirarlos como a su modelo, su ideal.
Las cuatro metas del joven
Para hacer nuestra la cara experiencia, la sabiduría de vivir, hay una condición básica: la de poseer mente introversa, habituada a la reflexión. Sólo así se aprovecha cada acontecimiento grande o pequeño de la vida. Si no se medita sobre cada éxito y fracaso, cada dolor y placer, y se desentrañan sus causas, y se lo coloca en una jerarquía de valores, habrán transcurrido los años en balde, nada se habrá aprendido del arte de vivir. «Hay viejos que son muchachos», advierte la Biblia. Son los que se ahorraron reflexionar.
La educación, antes que nada, ha de proponerse suscitar en los jóvenes la costumbre de pensar. Pero al mismo tiempo deberá dar al pueblo un hermoso concepto de la vejez, un sentido de la vida como amor servicial; y también la preparación específica para la ancianidad modificando la conducta personal en cuatro aspectos fundamentales enfocados a crear generaciones modelo de valores que den lo óptimo de su ser cuando alcancen la edad dorada.
Sobre la idea de la vida como servicio de amor, hay que asentar cuatro aspectos educativos: económico, físico, profesional y espiritual o mental.
Aspecto económico:
la infraestructura material desde la perspectiva del espíritu
Es preciso que el joven sea ahorrativo para que de anciano pueda ser generoso. Por otra parte, quien no aseguró económicamente su vejez, terminará refugiado en la casa de alguno de sus hijos donde habrá de soportar las vejaciones de la nuera, del yerno, de los nietos, lo cual menoscaba la dignidad y el honor que han de resplandecer siempre en el anciano.
Por el contrario, las personas mayores, como han de ser objeto de máxima veneración, jamás han de constituirse en una carga para su familia ni para el Estado. El prudente habrá amasado, en los años productivos económicamente, una moderada pero suficiente fortuna —en la medida de su clase y nivel social— para no llegar a ser un arrimado, sino que a él se le arrimen los hijos en momentos de necesidad. Así, conservará el puesto de soberanía entre los suyos.
Es falta de caridad, de amor, malgastar hoy el dinero ateniéndose a que habrá alguien que cargue con nosotros en la vejez. De ahora en adelante la persona ha de responsabilizarse de sí misma, no la beneficencia pública, no la seguridad social del gobierno. Estas sólo han de atender imprevistos, cuando a pesar de las previsiones no queda más remedio que ser una carga.
Sumemos otro punto de vista para reforzar la idea de educar en lo económico. No hay dignidad sin libertad, y la propiedad será siempre el baluarte del libre albedrío. El anciano sin posesiones habrá de someterse a la voluntad de quien representa su apoyo, se volverá esclavo. Con un capital razonable, será libre de elegir su trabajo, sus esparcimientos, de vivir donde le parezca, y, sobre todo, podrá dedicar suficiente tiempo a su familia y al servicio de la sociedad, que necesitará de su pericia y consejo.
Esta área de la educación es fundamental. Representa la infraestructura material, sólo que desde la perspectiva del espíritu.
Aspecto físico:
mente sana en cuerpo sano
También habrá que educar en el cuidado del cuerpo. Aunque no será posible evitar el desmejoramiento de las cualidades físicas, con una vida ordenada y la ayuda de la ciencia sí se logra retardar o disminuir los desgastes.
Y como todas las comunidades necesitan peritos sanos para servir, habrán de preocuparse los gobiernos por mantener en el pueblo las costumbres profilácticas y morales, que han de ejercitarse desde la niñez a lo largo de la vida.
Conviene que el Estado sostenga campañas permanentes tanto de higiene física como mental: de prevención de enfermedades corporales y de morbos psíquicos. Así, verbigracia, junto a la promoción deportiva, las técnicas psicológicas aptas para evitar las nocivas preocupaciones y liberarse de la tensión mortal a que nos somete nuestro siglo.
Más que nada habrán de promoverse de continuo campañas contra la pornografía y contra cada uno de los vicios devastadores, como el alcoholismo, la pereza, la drogadicción.
Aspecto profesional:
sembrar la semilla de expertos
La educación profesional en todas las ramas con miras al peritaje es la que interesa más inmediatamente a los países en vías de desarrollo que, más que levantar su economía, requieren ya dejar de ser administrados por políticos improvisados y ambiciosos, para serlo por expertos.
La mejor fortuna, el energético más preciado de una nación, es disponer de diestros conocedores que sepan solucionar problemas técnicos y sean aptos y sapientes para guiarla.
La educación ha de encargarse de crear el contagio colectivo de una entrega apasionada de cada cual a su propio oficio. En ello consistirá la siembra de la semilla de expertos. Y aunque no en todos fructifique, muchos llegarán a peritos y ellos ofrecerán bienes sin cuento.
Hay que crear un ambiente idealista acerca del significado del trabajo; recrear aquel espíritu de otrora. En siglos pasados lo normal era que desde el oscuro artesano hasta el funcionario ilustre consideraran la retribución económica como cosa secundaria, pues lo cautivador y motivante era expresarse en el trabajo, igual que el poeta en su poema: con esa misma dedicación y amor.
Hoy se multiplican las quejas de cesantía. Se está haciendo costumbre despedir u hostilizar al empleado que cumple 40 ói45 años para que renuncie, así sea un ejecutivo. Pero esto ocurre a los mediocres, no a los expertos que se han hecho insustituibles. A ellos, aun después de la jubilación, se les llama porque se requiere su consejo y peritaje, considerando que son los únicos verdaderamente capacitados.
Aspecto espiritual:
paradigmas vivos
Se entiende que las cuatro áreas educativas han de ser simultáneas, aunque aquí hayamos de enumerarlas en sucesión. Hecha esta advertencia, pasemos a la cuarta meta, la mental, moral, espiritual o como quiera designársele.
Nada se ganaría con haber formado hombres realmente expertos, con buena salud y sin problemas económicos —educados en esas tres perspectivas— si aquejan a su carácter aquellos defectos que los convierten en seres antisociales si son egoístas, malhumorados o deshonestos. Todas las ventajas se anulan cuando se carece de virtudes morales.
El ejercicio de la ética ha de llenar la vida entera desde sus comienzos, y estará encomendada a las tres agencias educadoras: el hogar, la escuela y el Estado.
Cierta vez le preguntó alguien a Napoleón desde cuándo debía educarse a un niño y respondió: «20 años antes, educando a sus padres». La formación de padres resulta indispensable. Y, sobre esto, llevar a la pareja a la convicción de que es grave error empeñarse en criar a los hijos para ser felices en vez de educarlos para ser buenos.
Las virtudes requieren vigilancia permanente y propósito diario de fomentarlas y acrecentarlas, en tanto que los defectos y vicios se desarrollan y medran por su cuenta conforme avanza la edad, con lo que llegan a ser insoportables y destructores en la época senil.
Un ejemplo es el joven que sólo en reuniones tomaba unas copas de más y ahora es alcohólico o el estudiante acostumbrado a protestar siempre en apoyo de causas justas e injustas, que se convertirá en el viejo gruñón a quien nada le parece y a todo le halla defecto, inaguantable en su trabajo, en su hogar, con sus amigos, y acabará la familia por deshacerse de él enviándolo a un asilo.
Al contrario, el grandevo que aparecerá mañana en el mundo ha de ser paradigma de peritos a la par que espejo de virtudes. («Virtud —decía Cicerón— tiene nombre de varón». Viene de vir, que significa «fuerza»). Estos seres fuertes se constituirán en modelos vivos para las otras generaciones, de manera que ofrezcan la enseñanza objetiva de cómo se debe vivir. Entonces infundirán el respeto que los longevos de hoy han perdido, levantarán a su paso la admiración, conquistarán el amor. En sus ancianos, como en la mejor de las cátedras, aprenderán los pueblos a amar con pasión los valores.
Con el brillo del bien moral en la frente de los ancianos habrá una lección de continua sabiduría que arrastrará las voluntades; una cátedra humanista de cómo se debe vivir y cómo se debe morir.
Quien enseña a abatir el temor de la muerte, abrirá la fuente de la alegría de vivir, pues con ello habrá arrancado la raíz de toda angustia. La valiente sabiduría del morir libera de arrastrarse por el camino con la muerte a cuestas. Así, el joven educando de hoy se convertirá en el máximo educador de las generaciones futuras.
Un canto a los abuelos
Quizá el cambio más impresionante, entre los que he podido advertir en Juan Pablo II después de 20 años de pontificado, es el del rostro. Semicerrado el ojo izquierdo, ahondadas las arrugas, los labios en apretado rictus distendido intermitentemente por una sonrisa. No termina allí el deterioro corporal del Papa. Han estado, ante millones de ojos, el temblor de la mano izquierda agitada por el Parkinson, la fragilidad de las piernas que se mueven y flexionan con evidente dificultad, el encorvamiento de la espalda, el flaquear momentáneo de la voz, el cabello agostado y la piel deshidratada.
Al Papa no le da miedo ni le causa vergüenza ser un viejo. Ni parecerlo. Ni ser visto en sus debilidades. No usa peluca, no disimula su cojera, no se hace maquillar, ni reconstruir el párpado dañado, no esconde su necesidad de apoyarse en un bastón ni la de hacer una pausa a mitad de una escalera; se muestra como es. Hace 20 años, cuando lo acompañaban la fortaleza de los músculos y el pleno control del cuerpo, tampoco dudó en dar prueba de su energía y vitalidad. Acepta el tiempo y los efectos del tiempo. Sabe que este es la materia prima de la eternidad. No ignora que el hombre está sometido al tiempo y en el tiempo.
El Papa Juan Pablo II que fue obrero, actor, estudiante, alpinista, remero, caminante y corredor hubiera podido disimular la carga de los años, el dolor de la enfermedad, el temor de la inseguridad material. Pero no. No nos tendió ni cayó en la trampa según la cual la imagen de Dios sólo puede ser la de la frescura de la infancia, la del ímpetu de la juventud, la de la seguridad de la madurez, a las que rendimos culto casi idolátrico los hombres y las mujeres de hoy, cumpliendo mandamientos de moda, higiene y gimnasio: no fumarás, no comerás carbohidratos, amarás la salud y la lozanía sobre todas las cosas, honrarás a tu báscula, no envejecerás, no sufrirás. Juan Pablo II se sometió a la ley del hombre que es la de la vida, la del amor, la de la muerte.
Juan Pablo II hizo de su asumido deterioro físico un himno a eso que ahora llamamos tercera edad. Un sacramento a la vejez. Un poema a la debilidad. Una proclamación del dolor como parte esencial de la redención. Un canto a los abuelos