Testimonio de un paciente
Madrid, 28 abril 2006 (azprensa.com)
Continuando con los testimonios de pacientes con trastorno bipolar que, gracias a la Fundación Mundo Bipolar, hacemos llegar a nuestros lectores, traemos en esta ocasión el relato que hace un paciente sobre su vida con esta enfermedad que necesita ser mejor conocida por la sociedad, a lo que esperamos contribuir desde estas páginas.
Mi historia: Melón (de melómano)
Nací en una pequeña isla, La Gomera, del archipiélago de Las Canarias. Mi padre estaba ausente y mi madre presente. Llamaron a Tenerife que es donde estaba mi padre: “Ha sido un varón”. Luego volvieron a llamar: “Ha sido varón”. Eso ya lo he oído -contestó mi padre-. “ Este es otro, son gemelos”. A mi padre le dio un patatús: “Si éramos pocos ha parido mi esposa”. Yo no me acuerdo de nada, pero creo que desde ese momento empezaron a gustarme los melones. Un día a mí me dieron dos biberones y mi hermano se quedo en ascuas. Ni la madre que me parió me conocía.
Mi padre siempre fue una persona autoritaria, perfeccionista y afectivamente indiferente, no le recuerdo una caricia o un beso. A pesar de todo crecimos. A mí me molestaba que mi hermano vistiese como yo, era un copión, hasta que me di cuenta que era mi madre quien lo vestía. Mi madre era lo contrario que mi padre; muy cariñosa con nosotros.
Crecimos y fuimos al colegio. Yo le tenia pavor al maestro quizás porque era autoritario como mi papá. De mayor quería ser médico para curar a las niñas.
Era el cuarto de tres hermanos. Yo nací primero que mi hermano gemelo pero no era mas espabilado. Un día en la clase hice un mapa con los ríos color rosa, las montañas rojas y los montes amarillos. El maestro creyó que le estaba tomando el pelo y llamo a mi madre que también era maestra. El maestro no lo entendía y mi madre menos: “Yo le aseguro que es un niño normal a pesar de esa mamarrachada” le dijo mi madre. Al día siguiente mi padre fue a ver al maestro: “Es daltónico”. Enseguida revisaron a mi hermano, también era daltónico. Y a pesar de todo fui buen estudiante.
Pronto aprendí las letras (los colores nunca). En el bachillerato tuve matriculas de honor que me llenaron de satisfacción y compensaban mi tristeza pues en el fondo yo era un niño mayor melancólico con pocos amigos. Terminé el bachiller y empecé los estudios de medicina después de hacer C.O.U. Mi ilusión duró poco porque a los dos meses de clase se me declaro una enfermedad en el riñón que me obligó a guardar reposo por espacio de dos años.
En la cama estudie magisterio, me examiné libre y aprobé dos cursos. El tercero lo hice oficial pues ya estaba curado. Para entonces mi papá estaba encamado: pescó una depresión de caballo. El psiquiatra dijo que le había sentado mal el cambio de residencia pues de un pequeño pueblo nos habíamos traslado a una ciudad donde no conocíamos a nadie, yo creo que fue el desencadenante en un cuerpo propenso a sufrir la enfermedad. Poco a poco me fui dando cuenta que éramos una familia un poco rarita.
Mi primer trabajo de maestro fue en La Gomera. Al acabar el curso estaba agotado y agarré la depresión famosa que me llevo a mi primera tentativa de suicidio. Pensaba abalanzarme sobre el tendido de alta tensión eléctrica que estaba en la azotea, lo pensé mejor y fui al médico de la cabeza. Me mandó un tratamiento. Tenía por entonces 25 años bien cumplidos y en edad de merecer. Así que en cuanto me curé me enamoré y me casé. Tuve un hijo con mi mujer. Mi querida era un ángel para los niños, lo cuidaba y mimaba, atendía al crío como nadie, cocinaba de maravilla. Yo, en cambio era un desastre, mi carácter ensimismado, misántropo y taciturno y supermegadespistado me impedía hacer las labores de la casa y atender a mi hijo en trabajos como cambiar pañales, fregar la loza de la cocina, planchar etc. Yo miraba a mi hijo con cariño y no podía por menos que recordar aquel poema de Rubén Darío que dice:
A Phocas el campesino
Phocas el campesino, hijo mío, que tienes,
en apenas escasos meses de vida, tantos
dolores en tus ojos que esperan tantos llantos
por el fatal pensar que revelan tus sienes...
Tarda en venir a este dolor a donde vienes,
a este mundo terrible en duelos y espantos;
duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos,
que ya tendrás la Vida para que te envenenes...
Sueña, hijo mío, todavía, y cuando crezcas,
perdóname el fatal don de darte la vida
que yo hubiera querido de azul y rosas frescas;
pues tú eres la crisálida de mi alma entristecida,
y te he de ver en medio del triunfo que merezcas
renovando el fulgor de mi psique abolida.
Mi mujer me echaba en cara el que yo permaneciera a veces en mi crisálida y en consecuencia descuidara los trabajos de la casa y estuviese como ausente. Discutimos y hablamos y yo le planteé la separación. Al año estaba divorciado. Sufrí muchísimo y me imagino que otro tanto le ocurriría a ella.
En el trabajo acumule muchas bajas. Mi resistencia al estrés era muy baja, empecé a padecer continuas migrañas. A pesar de todo tuve fuerzas para recuperar la salud y la alegría. Me volví a enamorar y me casé otra vez. No tuvimos hijos pero sí perro. Se llamaba “Pinky”, era muy juguetón y cariñoso. Ni el perrito me salvaba de mi perdición fatal: me torné recogido, a mis adentros.
Un día cogí a Pinky y me fui a unos grandes almacenes donde compre de todo, un televisor grande nuevo, un video último modelo, ropa elegante y cara, un equipo de música enorme...todo por 3.000 euros. Fue mi primer ataque de manía, además había comprado, cinco perritos ¡cinco!: un fox-terrier, un chihuahua, un afgano, un dálmata y un pekinés a cuenta de mi mujer. Cuando aparecí casi me mata. Al mes parecía otro, era una ruina. Entonces vino lo grave: decidí poner fin a mis días de la manera más incruenta posible, planifique mi fin: sería por sobredosis de tranquilizantes, gas butano e intoxicación etílica, además pondría mi música favorita como en una fiesta. Estuve tres días en coma en la U.V.I. Cuando desperté estaba eufórico pero atado para que no me quitase los tubos. Me recuperé y estuve de baja un año al cabo del cual me dieron la jubilación anticipada. Me volví a divorciar.
A mi hijo lo veo muy a menudo, ya tiene 19 años, estudia aparejadores y es un chico estupendo. También me hablo con la madre en lo relativo su educación. Nunca he dejado de hacerlo a pesar de los pesares y es que a pesar de todo la vida sigue.
Tengo 53 años, hace sólo seis que me diagnosticaron el trastorno bipolar. Sentí un gran alivio al saber que lo que me pasaba no era culpa mía, que se debía a causas orgánicas.
Soy melómano desde chico. Voy a todos los conciertos que se celebran en el auditorio de mi ciudad y en mi casa disfruto además escuchando buena música. Tengo mi propia vivienda, soy autosuficiente y no renuncio a encontrar el amor. Sigo el tratamiento psiquiátrico a rajatabla y también realizo psicoterapia. Todo ello me ha ayudado una barbaridad. Ahora veo la vida desde otro horizonte.
Un grupo de personas hemos puesto en marcha, hace unos meses, la asociación para afectados del trastorno bipolar de mi isla. Es una tarea que me llena de satisfacción. Ayudar es un forma bella de ayudarse a uno mismo.