Llega un momento en la vida de los que tenemos la suerte de superar los cincuenta, los sesenta y los setenta abriles (en el caso del que esto escribe, los octubres, mes de su cumpleaños) en el que, junto al agradecimiento por haber vivido, llegan comprobaciones no tan agradables como uno desearía. Parecen detalles menores, pero no lo son tanto. Las escaleras comienzan a ser nuestras enemigas y, si a los sesenta cuesta subirlas, a los setenta cuesta también bajarlas. ¿Dónde quedaron aquellos trotes al volver de la escuela y ascender de dos en dos esos escalones (veinte, para más datos) que había entre la puerta de calle y el vestíbulo de la casa natal? ¿Y aquel galope ágil al bajarlos con flamantes pantalones largos para ir al cine? ¿Qué pasó con esos saltos que uno daba para levantarse de la cama con la agilidad de un gato? ¿Y las corridas maratónicas para que no se nos escaparan subtes, colectivos y tranvías? ¿Y el descenso de esos mismos vehículos en pleno movimiento logrando un equilibrio perfecto? ¡Cómo duelen ahora los remordimientos por la cantidad de veces que nos burlamos de ancianas y ancianos que tropezaban con todo, tambaleaban inseguros mientras preguntaban a los más jóvenes: "¿Hay algún escalón?" ¡Cuánto arrepentimiento tardío sentimos por haber sido perezosos y vagos para hacer gimnasia y ejercicios físicos, y así lograr una mayor elasticidad. Cataratas de vino, océanos de sidra, cerveza o champagne, bosques frondosos de tallarines, tucos, kilómetros de tiras de asado y rotondas de pizzas bordeando lagunas de gaseosas dulces para llegar a montañas de helados y tortas, se nos hacen presentes en cada achaque, cada calambre y cada pico de presión o ataque de hígado. Las humaredas de tanto cigarrillo nos nublan la vista y nos regalan ataques de tos seca y unos dolorcitos de pecho que no presagian nada bueno. Nos queda una sola frase que decir, algo así como un mea culpa y al mismo tiempo una pequeña disculpa: "Confieso que he vivido".
por Enrique Pinti
La Nación
Domingo 20 de setiembre de 2009